El día 25 de abril de 1953 la revista Nature publicó el que pasa por ser el artículo científico más influyente no sólo de las ciencias de la vida sino de todo lo que cabe considerar dentro del periodo maduro de la ciencia global, ése en el que existen medios para consultar casi cualquier publicación al margen de su fecha y procedencia. Si Internet ha cambiado nuestras vidas, el trabajo que se tituló Molecular structure of nucleic acids modificó para siempre la manera de entender en qué consisten las principales funciones vitales, la de la generación de proteínas y enzimas y la de su paso a los descendientes. No pocas de las discusiones científicas y aun filosóficas quedaron liquidadas gracias a un artículo que, si dejamos de lado los agradecimientos, apenas alcanza una página.

La historia del descubrimiento hecho por Watson y Crick y su publicación se ha narrado multitud de veces, reiterándose en esta semana en que se ha cumplido el medio siglo de la gesta. De hecho, los propios Crick y Watson dieron su versión a través de sendos libros autobiográficos que no cuentan la misma historia. Al fin y al cabo los científicos, buenos, regulares y malos, son seres humanos sometidos a la tentación de la vanidad, así que poco puede extrañar que cada uno de los dos autores de la genial pareja arrimase el ascua a su sardina. Por desgracia, otra protagonista esencial de ese hito científico, Rosalind Franklin, no suele aparecer en las crónicas mundanas. El mayor logro de Watson y Crick consistió en esencia en saber deducir la estructura del ADN a partir de las imágenes de su molécula obtenidas por Franklin por medio de rayos X. Pero la cristalógrafa del King´s College no compartió la gloria del Premio Nobel; murió en 1958, cuatro años antes de que se concediese a Crick, Watson y Wilkins dejándola a ella en el olvido. ¿A la fuerza, dado que ese premio no se concede de manera póstuma? Cabe pensar que no. En el mismo número de Nature del 25 de abril de 1953 figuraban otros que añadían información sobre la estructura del ADN; uno de Franklin y Gosling entre ellos. Ese fue toda la gloria que obtuvo, amén de una escueta nota de reconocimiento en el artículo de Watson y Crick. Las relaciones entre Franklin y su jefe, Wilkins, eran explosivas.

La ciencia no sólo genera envidia; también es causa de celos y odios. Nos queda por aclarar en qué medida todas esas pasiones están o no escritas en la larguísima cadena de bases nitrogenadas del ADN, algo que no conseguimos siquiera atisbar. Y, por desgracia, algo que no se refleja en las imágenes de difracción de rayos X de la doble hélice. Los autores del descubrimiento iniciático no nos ayudarán en la empresa. Watson nunca estuvo por la labor de especular siquiera sobre tales cosas; Crick dedicó sus últimos años en el Salk Institute a investigar sobre la consciencia humana pero murió ya. Los genios del ADN nos han dejado solos.