Hace décadas, cuando aparecieron los primeros trabajos de los sociobiólogos, me llamó la atención que el hecho de que el azúcar nos parezca dulce sea algo propio de nuestra especie, una cualidad ausente en otras. Si llamamos "dulce" a ese sabor placentero que nos lleva a consumir, ¡ay!, demasiados pasteles, existen animales tan evolucionados como nosotros mismos —como los felinos— para los que lo dulce son las cucarachas.

Pero "dulce" es en términos técnicos no es una sensación subjetiva imposible de asociar a elementos identificables. Se trata de uno de los elementos gustativos primarios junto a otros como lo amargo, lo ácido o lo salado. Los científicos identificaron en los años 80 del siglo pasado un sabor básico más aunque, con una falta absoluta de competencia literaria, le llamaron "umami", término que no nos dice nada. Umami es lo delicioso lo que nos hace babear —confitat diríamos, tal vez, en mallorquín si lo precario de mis conocimientos de la lengua catalana no me traiciona. A veces he pensado que no sé cuál es la razón que impide que se añada "picante" a la lista. Será que hay pocos científicos mexicanos o indios especializados en el estudio del gusto.

La mayoría de los felinos, de forma sorprendente, no aprecian lo dulce en el sentido técnico, el sabor que se asocia al azúcar. En busca de una explicación de tal hecho, Pehiua Jiang, investigador del Monell Chemical Senses Center de Filadelfia (Estados Unidos), y sus colaboradores han llevado a cabo la genotipación en doce especies de carnívoros de la región que contiene los exones codificantes de los receptores Tas1r2 que son los que detectan la dulzura. Los resultados, aparecidos en los Proceedings of the National Academy of Science con honores de portada, ponen de manifiesto que los felinos cuentan con genes para los receptores de lo dulce que han perdido su función (se han convertido en pseudogenes).

Jiang y sus colaboradores han ido más lejos. Para calibrar la posible intervención de las adaptaciones al medio ambiente en el camino hacia la selección natural de esos cambios genéticos, han estudiado los leones marinos —que pertenecen al orden Carnivora— y los delfines —miembros de Cetacea—, unos seres que llevan 35 millones de años de vuelta al mar en el primer caso y 50 en el segundo. Esas especies han perdido algunos de los componentes básicos del sabor: los leones marinos no detectan umami ni dulce y los delfines añaden la indiferencia ante lo amargo; en los experimentos realizados, Jiang et al comprobaron que estos últimos se muestran indiferetnes ante la presencia de quinina —de un sabor amargo intenso— hasta que las cantidades son muy elevadas. Los autores del trabajo relacionan esa carencia de sensores gustativos con los hábitos alimenticios de las especies, cosa que lleva a entender por qué razón hay animales que se tragan lo que comen sin saborearlo en absoluto. Como ese perro al que usted le da alguna golosina y la engulle sin más.