Muchas lunas después de que Sara Montiel ensalzase los placeres entonces sensuales y ahora casi prohibidos del tabaco, la modelo londinense Kate Moss acaba de enarbolar el pitillo como nueva bandera de los revolucionarios del mundo. Y lo hizo, además, en el París de la Francia, patria de la Revolución y cuna de los derechos del hombre (y de la mujer), entre los que hoy ya no se incluye el de fumar sin miedo a represalias.

Desafiante como una nueva Edith Piaff que no se arrepiente de nada, daba gloria ver a Kate desfilando para Louis Vuitton en la Semana de la Moda de París con la boca humeante de rubio o acaso del negro y proletario Gitanes. A sus 37 años, Moss estaría entrando ya en la ancianidad dentro del mundo adolescente y hasta menorero de las pasarelas; pero lo cierto es que su estilo iconoclasta y –sobre todo– su desdén por las leyes francesas contra el tabaco le daban un aire joven y fresco que tal vez envidien sus colegas de más tiernas carnes.

Por menos que eso han estado a punto de emplumar aquí, en la casta y obediente España de Calderón, a los gerentes de cierta compañía de teatro que incurrieron en la osadía de sacar a un par de actores a escena con el cigarrillo entre los dedos. Un delator de los que nunca faltan en este país de la Santa Inquisición puso el hecho en conocimiento de las autoridades, que, de inmediato, amenazaron a los presuntos infractores con todas las penas del infierno. O con multas de hasta 10.000 euros, que para el caso vienen a ser lo mismo.

Felizmente, ninguna autoridad gubernativa o judicial le ha pedido cuentas a Kate Moss por las voluptuosas caladas que le dio a un cigarro mientras llenaba de muslo y morbo el salón de la moda parisina. Ni siquiera las feministas francesas pusieron objeciones a su atuendo, inspirado –según las crónicas– en el estilo porno de los años cuarenta, que tal vez aquí sería considerado denigratorio para la imagen de la mujer. Se conoce que en el país pionero de la libertad y la razón no le dan mayor importancia a según qué escrúpulos monjiles.

Aclaran los patronos de la modelo inglesa, eso sí, que el cigarrillo de Moss formaba parte del guión del desfile y ninguna culpa hay que atribuir por tanto a la protagonista de la transgresión. No deja de ser una lástima. En realidad, el currículo de Kate invitaba a pensar que fue idea suya la de violar la ley contra el tabaco que en Francia –como en la mayoría de los países de Europa– prohíbe el ejercicio del fumeque en espacios cerrados.

Famosa por su elegancia y su arquitectura ósea, la maniquí británica lo es también por la supuesta afición al morapio y a los blancos polvos euforizantes que a menudo le atribuyó la prensa más o menos rosa de su país. A ello habría que sumar, según los chismosos de guardia, su tendencia a ennoviarse con sujetos a los que ninguna suegra querría tener por yernos, tales que –un suponer– el rockero de Los Libertinos, Pete Doherty, o el agresivo guitarrista de The Kills, Jamie Hince.Por si todo ello no abonara lo suficiente su imagen de iconoclasta, Kate Moss posó también in puribus –es decir: completamente desnuda– para la versión masculina de Vogue. Curiosamente, la misma revista que en su día lanzó a la fama a las ministras (bien vestidas, eso sí) del paritario Gobierno que manda en España.

Rebelde e incluso un punto follonera, nadie mejor que Moss para encabezar, pitillo en mano, la insurrección de los fumadores de Occidente contra las leyes que amenazan con recluirlos en el lazareto. Puede que la suya sea una provocación de diseño e incluso programada para dar que hablar en su vuelta a las pasarelas, pero aun así no deja de insuflar un soplo de aire en el cerrado ambiente de conformismo que nos aflige. El frente del humo ya tiene una líder.