Hubo un día, dos largas décadas atrás, en el que Boris Becker compró Son Coll. Desde este momento, la finca de Artà parecía destinada a privarse de la discreción de las ásperas tierras del Llevant, para ser foco de atención internacional de la mano de propietario famoso y rico. Como tantas otras possessions de la Mallorca turística.
Efectivamente, la finca artanenca de Boris Becker ha sido foco de muchas noticias, pero lejos del glamour y los cánones que se esperaban para el caso. En Son Coll todo se ha vuelto anormal o poco común, tanto que hasta el mismo sentido de la propiedad y de la privacidad se han visto y siguen estando zarandeados.
El modo de actuar Becker, o de sus asesores y agentes, que para el caso es lo mismo, ha sido un constante foco de problemas y nefastas operaciones económicas. Las inversiones en Son Coll han supuesto ruinosos movimientos financieros. El Ayuntamiento paralizó y obligó a demoler obras ilegales en una finca que después ha sido puesta a la venta sin éxito y ha salvado in extremis ejecuciones hipotecarias.
Boris Becker dice que Son Coll ya no es suyo. Es posible. Lo que está claro es que no ha podido disfrutar y hacer uso de la propiedad. Ahora, para acabar de añadir suspense al serial y protagonismo inusual, Georg Berres, un alemán de comportamiento hippy que como tal no responde a ningún canon establecido, ocupa la finca, sin admitir tal concepto de estancia y, junto a sus seguidores, cambia por decisión propia la costumbre de alquiler por la de mantenimiento y cuidado. Las autoridades no intervienen. Se limitan a tomar nota. Dicen que es un asunto privado.
La apetencia por las redes sociales del nuevo morador de Son Coll ha lanzado a la rápida difusión internacional un asunto que da para múltiples interpretaciones y trastoca comportamientos habituales y legalidades. Entre una cosa y otra, es un fuerte zarandeo al derecho y concepto de propiedad.