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Palma a Palma

Pinchos antipalomas

Pinchos antipalomas

La primera vez que los vi fue en París. En los alféizares de las ventanas, en los dinteles de las puertas, en las ménsulas. Unas ristras de pinchos metálicos que recordaban la corona de espinas del Santo Cristo. La impresión que me causó fue extraña y desagradable. Me dije: "Solo a los europeos se les puede ocurrir una cosa así". Pero no. Fue solo un anticipo. Hoy las espinas antipalomas constituyen una estrategia muy extendida.

Uno de los recuerdos de infancia que conservo se refiere a la ventana de mi cuarto. Con la persiana medio cerrada. Y un grupo de palomas zureando al otro lado. Veía sus sombras y escuchaba ese glob-glob-glob tan característico, como si estuviesen dentro del cuarto. Tenía algo de familiaridad agradable, porque vivía en un quinto piso y no solía haber presencia alguna en la ventana. Pero también despertaba una sensación de cierta inquietud.

Las palomas se han consolidado como aves esencialmente urbanas. Y eso no deja de ser curioso. En la mitología representan la paz, incluso el Espíritu Santo. Pero en la realidad, no siempre son pacíficas ni agradables. Los machos suelen estar obsesionados con la cópula y asedian sin cesar a las hembras, inflando su plumaje y poniendo unos ojillos diminutos y lúbricos. Suelen ser aves sucias, dispensadoras insaciables de excrementos.

En el asfalto, sus cadáveres quedan a veces estampados con macabros relieves. Y en ocasiones, las ves enfermas y retraídas. Escondiéndose en un portal o debajo de las ruedas de un coche. Las palomas, sin llegar al grado de malignidad de las gaviotas que son más agresivas, han colonizado la ciudad más por estética que por otra cosa. Y al final la gente no ha sabido qué hacer con ellas.

Esos pinchos de los edificios intentan que ellas no frecuenten superficies más o menos practicables. Y lo consiguen, pero de la misma manera que una casa muy protegida por rejas acaba por convertirse en una prisión para el que allí vive, los pinchos expresan un contenido abrupto y erizado.

Por más práctico que sea, a nadie le gusta asomarse a una ventana con pinchos.

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