Ya los antiguos filósofos nos advirtieron. Todo vuelve, todo se renueva. En realidad no hay nada nuevo bajo el sol. Eso resulta especialmente palpable en el terreno de los juegos y las modas. Ahora mismo, por ejemplo, cualquiera que pasee por nuestras calles se dará cuenta del regreso de las peonzas.

En mis recuerdos de infancia destacan las jugueterías con cestas llenas de trompos. Con sus formas aerodinámicas y juguetonas. Sus colores y estrías. Los niños más experimentados las cogían para sopesarlas, calculando sus virtudes a mero ojo. Las peonzas eran un objeto preciado. Muchas veces se perdían, se robaban o morían honrosamente atacadas por otra baldufa mucho más grande.

Algunos edificios antiguos de Palma como la Llotja, conservan todavía unas largas estrías en la pared. Huellas misteriosas que han dado lugar a múltiples interpretaciones. Una de ellas consiste en que son el testimonio de la acción de afilar la punta del eje de las antiguas peonzas. Antes de jugar con ellas.

De nuevo vuelves a escuchar el golpe seco de la peonza al caer. Y sus lamentos postreros, cuando el efecto giroscópico decrece y comienza a rozar el suelo con sus costados. Otra vez los niños las hacen girar en la palma de la mano, como si fuesen animales adiestrados.

Muchas de las que he vuelto a ver son de plástico. De colores vivos, como deben ser. Y suelen proliferar en los alrededores de escuelas e institutos. Que son los auténticos criaderos de baldufes.

Con su ingravidez un poco cósmica. Con su ingenuidad y volterismo, nos recuerdan a esos derviches giróvagos del islam que danzan con sus amplias faldas. Levantan los brazos y levantan hacia el cielo la mirada perdida y extática.

Bailarinas enloquecidas, espectáculo incesante. Bienvenidas sean de nuevo las peonzas.