TRIBUNA

¿Derecho a la ignorancia? (y 2)

Susanna Moll Kammerich

Susanna Moll Kammerich

Nos preguntábamos hace unos días por qué a algunos les molesta tanto que sus hijos crezcan con ambas lenguas cooficiales, catalán y castellano, y a qué viene esa obsesión por eliminar una de las dos. La respuesta está en la polarización y en la batalla cultural. Estamos instalados en el «o conmigo o contra mí» y en ese absurdo de etiquetarnos siempre para formar parte de un grupo o colectivo que encuentra una de sus razones de ser en la oposición al otro grupo. Esos grupos se apropian, además, de una serie de símbolos o signos de identidad que a su vez se convierten en una especie de provocación para el grupo «contrario». Lo vemos con las banderas, con los colores, incluso con ciertas palabras que se impregnan de una connotación interesada. Pensemos en palabras como familia, matrimonio, patria, y otras, conceptos con una gran carga emocional que no debemos permitir que nos sean usurpadas.

Y España. ¿Qué es España? Algunos creen que España les pertenece a ellos y que, por tanto, debe configurarse como a ellos les gustaría. Otros se lo han creído (que España es lo que quieren los primeros) y por eso reniegan de ella. Eso incluye la bandera y la lengua y por ello a unos les produce urticaria la bandera española y el castellano y a otros la cuatribarrada y el catalán. Y luego estamos los que pensamos que España es un espacio de convivencia con una gran diversidad cultural, lingüística, gastronómica, natural, etc., que nos enriquece a todos y todas, y que tenemos el deber de proteger y proyectar al futuro. A estos se nos tacha con cierto desprecio de «equidistantes». Es una palabra de moda y muy útil, por cierto, pues sirve para cualquier contexto, como estamos viendo ahora mismo en el conflicto entre Israel y Palestina. Pero no estoy de acuerdo en que reclamar —siento tener que insistir una vez más en lo mismo— diálogo, consenso, respeto y empatía se deba considerar desentenderse. Al contrario: nos implicamos activamente en esa causa, sea social, cultural, feminista, y precisamente por eso exigimos que se acabe con la polarización y con la rabia y la violencia.

Entiendo perfectamente la situación de muchos peninsulares que dicen que les cuesta aprender una nueva lengua (sin duda supone un gran esfuerzo) y que encima algunos les miran mal y no les facilitan en absoluto la integración. Por el otro lado están los que intentan preservar su lengua materna en su tierra y les espetan aquello de «háblame en cristiano». Son ejemplos extremos, pero ocurren. Por eso son tan importantes las actitudes individuales. La convivencia se construye desde el respeto y la amabilidad, no desde la rabia y la venganza. Porque luego entra en juego ese sentimiento de pertenencia a un grupo: si un mallorquín me ha tratado mal, ya me predispone en contra de todo un colectivo porque yo no pertenezco a ese colectivo, y si uno de sus símbolos es su lengua, esa lengua me provoca rechazo. Y al revés: si un «foraster» demuestra poco respeto por mi lengua, todos los «forasters» me parecen colonizadores.

Desde luego soy consciente de que esa polarización es aprovechada y usada políticamente, y también soy consciente de las motivaciones, digamos, capitalistas de ciertas preferencias. Hablan de la «utilidad» de una lengua cuando quieren decir que es hablada por más personas, que «sirve» para viajar o directamente que produce un rendimiento económico. Pero la utilidad de una lengua no reside en un supuesto retorno crematístico. De eso ya hablé en un artículo anterior. Igual que es una falacia del patriarcado que los cuidados —que históricamente las mujeres realizamos sin remuneración— no producen un beneficio económico directo —precisamente porque las mujeres lo hacemos gratis et amore, mirad qué coincidencia tan afortunada—, también es un error pensar que resulta caro invertir en Cultura. La Cultura es lo que nos hace realmente humanos y la empatía y el respeto hacia los demás nos ayudan a construir un mundo en paz. ¿Os parece eso poco rentable?