El derecho a la propia imagen

Thai Nguyen, al nordeste de Hanoi, primavera de 1994.

Thai Nguyen, al nordeste de Hanoi, primavera de 1994. / ©Pedro Coll

Pedro Coll

Pedro Coll

Escribo estas palabras muy lejos, en espacio y tiempo, del momento en que esto ocurrió, pero sigo recordándolo vivamente. Había dejado de lloviznar y estaba caminando por la periferia de una pequeña localidad llamada Thai Nguyen, al norte de Hanoi. Me topé con dos niños de corta edad, el mayor tiraba de un búfalo de agua valiéndose de una cuerda, como si fuera un perrito, el más pequeño, ¿5 años?, iba tras él. Comencé a seguirles encuadrándoles y disparando con insistencia mi cámara, buscando esa entelequia que es la imagen deseada. Los niños se inquietaron muy pronto y noté que intentaban escapar de mi y solo me detuve, y les dejé marchar, en el momento en que el más pequeño, el que está en el ángulo inferior derecho de la imagen, rompió a llorar dominado por una angustia que yo no había detectado. Me sentí culpable por aquella agresión involuntaria.

Siempre he sido sensible al acto de invasión de la privacidad, ese dribling al derecho de la imagen que representa el hecho de encuadrar con una cámara a alguien desconocido para hacer tuyo algo que solo a él pertenece, sin su connivencia. Este contrasentido me ha acompañado día a día en mi largo deambular profesional, porque es precisamente donde descargo mi ansia creativa: fotografiando a gente desconocida, en sus entornos, interpretando a mi manera la vida. El tema me recuerda al de los fumadores que no entendían que el humo que ellos provocaban pudiera afectar a quienes estuvieran a su alrededor. Acciones como estas nunca son inocuas. Aun así, jamás he comulgado con la teoría extrema del reportero que no acepta límites a su sagrado ‘derecho a informar’. Y reconozco que tampoco soy inocente, porque sigo y sigo fotografiando a gente que no conozco, refugiándome en la excusa de que velaré para que, en mis historias, ninguna de las imágenes que obtenga afecte a la dignidad de quienes aparezcan en ellas. Pero, ¿quién decide lo que es digno y lo que no? ¿Yo? ¿El fotografiado, normalmente sin opción para decidir? Todo es tan subjetivo, discutible, impreciso...

Me emocionó en su momento la imagen ganadora de aquel World Press de fotografía obtenido por el fotógrafo español Samuel Aranda. Ocurrió en la ciudad de Sanaa, en Yemen, en el exterior de una mezquita convertida en hospital de campaña para atender a los heridos de las revueltas, un lugar hostigado por franco-tiradores afines al gobierno. 

Recuerda en cierta manera a La Piedad de Miguel Ángel, y así la bautizaron muchos medios al conocerse el fallo del jurado. Se trata de una imagen de contenido sutil y estética elegante, ajena a la dureza evidente de las imágenes premiadas cada año por prestigiosas franquicias como World Press, Pulitzer, etc… Curiosamente, en ella resulta imposible conocer la identidad de sus personajes: el herido, torso desnudo, se abandona, desfallecido, en los brazos de una enfermera vestida con túnica negra y no le vemos el rostro, en parte por la posición de la mano de la mujer, enfundada en un guante de látex, y en parte por el modo en que él deja que su cabeza descanse en el pecho de ella. Tampoco de ella vemos el rostro, porque lo cubre con un ‘niqab’. La belleza del gesto bordea la elegancia, las sensaciones de abandono y de protección se entremezclan, y todo ello conforma una imagen histórica, lo digo con todo mi convencimiento. Repaso de memoria imágenes históricas del foto-periodismo mundial y veo la de Aranda ahí, con su carga de misterio, emoción y belleza, en ese nivel casi imposible de alcanzar

Intentad encontrarla: La Piedad, de Samuel Aranda, World Press Photo, 2011.

No sé si Samuel Aranda es de los que se plantean, al fotografiar, la posible existencia de esa ‘línea roja’ que a mi tanto me obsesiona y sobre la que he escrito en diferentes ocasiones. Pero pienso que en este caso no hizo falta, porque el anonimato de los personajes evita todo cuestionamiento y refuerza con su misterio el valor artístico y narrativo del documento final. Me pregunto cuándo uno puede sentirse legitimado, en su labor narrativa, creativa, para pasar por encima del «derecho a la intimidad y a la imagen» que ostenta todo mortal y la respuesta no la tengo. Sigo con mis contradicciones. Si Eddie Adams hubiera dudado, su fotografía de la ejecución sumaria de un guerrillero del Vietcong (premio Pulitzer de 1969) no hubiera existido y no hubiera influido, como bien influyó, en la opinión pública norteamericana contraria a aquella guerra. Y podría poner infinidad de ejemplos más en que una cruda fotografía ha tenido consecuencias positivas a nivel social y humano. Así que, en situaciones delicadas, si nuestro objetivo como narradores gráficos afecta de manera sensible al derecho a la intimidad de alguien, tendremos que echar mano de nuestro criterio ético, siempre subjetivo y por tanto discutible. Por cierto, ya que estamos en eso, al mortal europeo, americano, occidental… ¿le asiste el mismo derecho a la imagen que al mortal yemení?

¡Cuántas preguntas sin respuestas claras! «Cambio todo lo que sé por la mitad de lo que ignoro», dicen que dijo Sócrates.

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