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Antonio Papell

La renuncia a la inviolabilidad del Rey

Los dos decretos de investigación de la Fiscalía del Tribunal Supremo de 2 de marzo pasado que establecen el archivo de todas las causas penales abiertas contra el Rey emérito Juan Carlos producen franco sonrojo, no solo por los hechos que los acusadores consideran probados sino también, y sobre todo, porque, en determinados episodios, se explicita con crudeza que, cuando no se ha producido la prescripción de ciertos hechos, es la inviolabilidad del Rey en activo la que determina su irresponsabilidad hasta su abdicación el 19 de junio de 2014.

Al cerrarse el caso en vía penal, tan solo se mantiene abierta en el Reino Unido la reclamación civil de Corinna Larsen, la amante del exrey, que ha sido descrita por un jurista como «una ‘simple’ reclamación de cantidad por daños interpuesta por doña Corinna contra el Rey Emérito, ante la High Court de Londres». En el plano político, la trascendencia de semejante affaire es limitada. Lo realmente grave es que los desórdenes del Monarca anterior hayan puesto de manifiesto una situación de franca impunidad, contraria al espíritu constitucional por más que el art. 56.3 CE establezca que «La persona del Rey es inviolable y no está sujeta a responsabilidad». Pero acto seguido la Carta Magna añade: «Sus actos estarán siempre refrendados […], careciendo de validez sin dicho refrendo». Por lo cual sería obvio según ciertos constitucionalistas que el refrendo se refiere a los actos del Rey con trascendencia constitucional, por lo que cabe una interpretación que gana terreno según la cual podría entenderse que la inviolabilidad no rige cuando se examinan los actos privados del Rey. Y, además, se trata de la interpretación lógica: ¿habría de quedar impune un delito del Rey contra la seguridad del tráfico, o una imprudencia temeraria, por ejemplo?

El deterioro de la monarquía era imparable en 2014 cuando los dos grandes partidos, el PP en el poder y el PSOE en la oposición —Rajoy y Rubalcaba fueron los interlocutores— organizaron la abdicación de Juan Carlos. El ‘caso Urdangarin’ dañó irremediablemente la imagen de la Corona, y el elefante abatido en Botswana el 11 de abril de 2012 en una tormentosa cacería del Rey con su amante, de la que el monarca volvió lesionado, colmaron el vaso y sacaron a la luz una situación insostenible, que el sistema mediático fue incapaz de atajar esta vez como había hecho en el pasado (eran otros tiempos).

En marzo de 2020, el rey Felipe renunció a la herencia que pudiera corresponderle de su padre y le retiró la asignación que don Juan Carlos recibía con cargo a la partida presupuestaria destinada a la Casa Real, al tiempo que reducía el concepto de «familia real» a la mínima expresión: los Reyes, sus hijos y los padres del Rey. Era lógico que la Corona no tomara iniciativas de mayor calado mientras la Fiscalía estaba investigando la conducta del emérito, pero al concluir esta fase, parece inaplazable que el Rey, con el indispensable refrendo del presidente del Gobierno, impulse la puesta en marcha de las reformas jurídicas necesarias para que la inviolabilidad constitucional no alcance al Jefe del Estado en aquellas cuestiones privadas que sean ajenas a su función oficial. Se ha recordado que la inviolabilidad del rey es una prerrogativa medieval, ya que se suponía que el monarca cumplía un mandato divino y se suponía que no podía pecar (rex non potest peccare). Ocioso es decir que ha corrido mucha agua bajo los puentes.

Resultaría desde luego más tranquilizador y definitivo que el Rey, de común acuerdo con los grandes partidos, alentara también una ley orgánica de la Corona, como han pedido diversos constitucionalistas (Jorge de Esteban ha sido uno de los más insistentes), que abordara cuestiones relevantes como la transparencia de la ‘Lista’ civil y del inventario de sus propiedades, la abdicación, los supuestos de incapacidad, la distinción entre la familia real y la familia del rey, los efectos del divorcio del rey o de los miembros de la línea dinástica, etc. Dejando para cuando sea posible la eliminación de la preferencia del varón sobre la mujer en la línea sucesoria, que no parece posible implementar sin una compleja reforma constitucional.

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