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Luis Sánchez Merlo

La imaginería del poder

Dos cuidados aspectos estéticos de la invasión rusa a Ucrania

En su ensayo La obra de arte en la era de la reproducción mecánica (1935), Walter Benjamin argumentaba que el poder se afirma visualmente y conduce lógicamente a una estética de la política. Lo que hoy equivaldría a afirmar que la imaginería del poder construye su propio código de significados.

En la mayor operación militar realizada sobre un solo país desde el final de la Segunda Guerra Mundial, Ucrania, objeto de una invasión a gran escala, es el pretexto alrededor del cual giran dos ritos del poder.

Cronológicamente, el despliegue de imágenes –con ocasión de las negociaciones desarrolladas en Moscú, entre Vladímir Putin y sus interlocutores– escenificaban la lejanía entre las posiciones en torno al conflicto de Ucrania y emitían intenciones inequívocas en la medida en que eran advertencias de lo que iba a venir.

En el primer día de la guerra, entre las prioridades establecidas por el invasor ruso estaba hacerse con el control de la zona de exclusión y las instalaciones de la antigua central nuclear de Chernóbil, diseñada para durar al menos 100 años y construida para soportar temperaturas que oscilan entre los 45 grados bajo cero y los 113 grados Fahrenheit) y escenario en 1986 del peor accidente de una central nuclear.   

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En posición cobra –cabeza inclinada, mirada horizontal retadora, espalda flexionando hacia atrás, manos apoyadas en la mesa– el presidente ruso Vladímir Putin (VP) recibió sucesivamente al presidente Macron y al canciller Scholz, en la sala de recepciones a invitados extranjeros del Kremlin.

La colosal mesa –6 metros de largo– elegida para la ocasión, cuya manufactura reivindican dos ebanistas (español e italiano), está hecha con madera de haya de los Alpes, árboles que nacen y crecen en la sombra.

Lacada en blanco y decorada con pan de oro italiano, con un minúsculo ramo de rosas de té en el centro, la mesa ovalada, descansa sobre tres pilares, cada uno de ellos rodeado de pequeñas columnas de imitación corintia.

Al trasladar la frialdad exacta que marca la tensión entre la OTAN y Moscú, agravada por el comienzo de la anunciada invasión rusa, el objeto escogido ha pasado a ser la metáfora de tensas conversaciones que se han mantenido sobre ella, con objeto de lograr una desescalada. Por lo que se ve, infructuosa.

La explicación oficial, dada a la distancia brechtiana entre interlocutores, tiene que ver con la negativa de ambos visitantes a la exigencia de someterse –antes de sentarse a la reunión– a una prueba PCR, efectuada por sanitarios rusos. Los franceses explicaron su rechazo, en clave gaullista: «No podíamos aceptar que consiguieran el ADN del presidente».

La intención que pudiera subyacer a la elección de la mesa está siendo objeto de análisis semiótico que –basado en la ciencia derivada de la filosofía, en aras de comprender la actividad humana– estudia por qué, en virtud de un cierto código, un objeto está en lugar de otro.

Mientras, para unos se trataba de que los homólogos occidentales se sintieran ‘incómodos’ o ‘desconcertados’, lo que complacería al anfitrión en el intento de obtener ventaja sobre sus rivales; para otros, las imágenes agradarían a sus incondicionales, gracias a «la percepción de la presión que ejerce sobre sus interlocutores».

Para los que están en el olimpo de la política, la decoración y el mobiliario pueden servir como herramientas para impresionar, seducir e intimidar. Lo que los exégetas califican ‘un juego de poder’.

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Sin descartar que ya estén cocinados los pretextos que podría utilizar el responsable de esta guerra –Ucrania estaba planeando hacerla estallar–, la cuestión inmediata es: ¿qué ventaja táctica puede obtener el que ha fijado este objetivo, enviando a la ruina de Chernóbil a sus propias tropas, sometidas, de esta manera, al infierno mortal de la radiación?

Entre las ventajas, la más invocada es que se trata de un punto de entrada a la capital, en una gran zona despoblada, tierra de nadie, con una infraestructura de transporte no utilizada, que limita con Bielorrusia.

La proximidad a Kiev –2 horas en coche– la convierte en ruta de invasión, objetivo militar estratégico y amenaza. Potencialmente útil como «área de preparación» –para tanques, emplazamiento de misiles y tropas rusas– susceptible de alarmar a los europeos, rehenes de la amenaza latente de destapar el reactor de la lluvia radiactiva.

La primera reacción a la toma de uno de los lugares más contaminados del mundo –que permanece cerrado desde 1986– fue el temor a que el ataque ruso pudiese causar otro «desastre ecológico», en el caso de que la artillería alcanzase las ·instalaciones de residuos inseguros» y se pudiera extender el «polvo nuclear radiactivo» por el territorio de Ucrania, Bielorrusia y los países de la Unión Europea.

Viene a la memoria que, en su día, Gorbachov ya sugirió que el desastre de Chernóbil fue «quizás la verdadera causa del colapso de la Unión Soviética», más que sus reformas liberalizadoras.

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En Juego de Tronos, la sede del poder es una imponente silla de hierro, forjada con las espadas fundidas de los enemigos derrotados. En la filmografía de James Bond, los villanos son conocidos por decorar sus cuarteles generales con acuarios de tiburones.

Conocida y utilizada mucho antes de la fórmula de Benjamin –los retratos de gobernantes son algunas de las imágenes más antiguas que conocemos– la sabiduría ancestral sobre la estética de la política flaquea en los bordes con la distribución desdeñosa de imágenes como la de Putin y Macron.

La imaginería del poder va construyendo un sistema paralelo que, cuando le interesa, se detiene en lo extraño o lo inesperado. La elección de la mesa infinita era un aviso y la confirmación de una forma diferente de pensar. La toma de la central nuclear de Chernóbil tiene la fuerza icónica de haber sido la prioridad elegida, en el comienzo de una guerra de efectos insospechados.

Evidencias de hasta donde puede llegar la estética de la política. En este caso, la demostración de poder, al estilo de El gran dictador, advirtiendo de los riesgos y la temeridad de quien, con 69 años, siempre se ha salido con la suya. Hasta ahora.

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