Pablo Casado llega adonde le esperaba Isabel Díaz Ayuso. Es un escenario de felicidad. Ella mira al líder, éste la ignora, se dirige aplaudiendo a los congregados y de pronto repara en que la que está a su lado es la presidenta de Madrid. Entonces se vira y la abraza. Él está contento, sonríe con sus comisuras levemente tensas, un gesto que lleva consigo desde que sucedió a Mariano Rajoy en la dirección del Partido Popular. Ese gesto mata, o hiere, la sonrisa (incluso la risa) que ensaya para generar el contenido de una expresión que nunca se ha compadecido con su realidad: todo va bien.

        Lo traicionan la mandíbula y la sonrisa. Se quiebran en seguida que está un rato en vilo, o cuando habla. Su expresión es cortante, de un hombre seguro que en realidad está perdiendo pie en seguida que tiene que decir cosas concretas, aquellas que no se arreglan con la palabra patria u otras de raíz similar, que dedica fundamentalmente a sus adversarios, para avergonzarles que no sean de la misma matriz patriótica que él mismo.

        Ese gesto ha marcado su cara, es decir, su modo de llevar la cara, de tal modo que cuando anda no mira al frente o hacia abajo. Mientras sonríe, altanero como es, se dirige al cielo, o a lo más alejado posible de la frente de aquel con el que se encuentra en algún pasillo o, por ejemplo, en las salas de los pasos perdidos de las Cortes. Este cronista lo ha visto algunas veces en la ejecución de ese tipo de ninguneo: el que viene a su encuentro espera su abrazo o su saludo, pero él se resbala del encuentro como si llevara jabón en los ojos. Una de esas veces lo vi venir con Pilar Marcos, que ahora no es su aliada. Fue tan notorio su despiste con respecto al que venía de frente que sentí hielo en mis venas.

        Los periodistas que lo han entrevistado conocen ese modo de distraer la mirada, e incluso lo que dicen, en sucesivas ráfagas, sus ojos despistados. Como su colega Albert Rivera, practica la gestión del acuerdo con lo que dice el otro, preguntando o en estado de coloquio, aunque no se fijen de veras en lo que están oyendo. En el caso de Casado, preguntado en la radio catalana por lo que había pasado en el punto más peligroso del procès, revisó por completo lo que había hecho el Gobierno de su propio partido. No le costó nada decir luego que él no produjo ese desmentido, pues le da igual, como se dice en barrios de Tenerife, ocho que ochenta. Su objetivo, realmente, no es convencer, ni convencerse: su objetivo es pasar el trago, cualquiera que sea este y caiga quien caiga.

        Se ha dicho estos días de zozobra, cuando afronta un problema muy grave de su presidenta de Madrid, que él recibió a Díaz Ayuso para reprocharle, seguramente, que el hermano de ésta ganara dinero gracias a ella haciendo comercio con lo más grave de la pandemia. Si ella salió de aquella reunión como si no pasara demasiado es porque posiblemente su presidente miró hacia arriba en lugar de mirar de frente a la supuesta culpable de esta irregularidad tan onerosa. En general, Casado tenía prisa (esa prisa por tardar que practica desde que lo puso nervioso el máster) y dejó para otro día (o para Egea) la verificación de aquel desfalco moral (y económico) que ahora se cierne sobre Ayuso y sobre el PP como si fuera una mano llena de jabón usado.

        Quizá lo que pasó en esa reunión que ahora usan los dos contrincantes (los dos gallos frente a frente) fue que Casado no se dio cuenta de que tenía delante a Isabel Díaz Ayuso sino a una parte concreta del pavimento que le llevara a desbancar a Sánchez de un puesto que él codicia sin mirar ni de frente ni a los lados. Y, claro, resbala.