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Matías Vallés

La geografía variable

Las ideologías y geometrías cambiantes han dado paso a una inestabilidad sísmica en el mapa del neocantonalismo español

Con Franco de muerto todavía reciente, Cataluña demandaba en sus pancartas de acera a acera la misma amnistía que el resto de España, además de un modesto Estatut. La identificación geográfica no se consideraba desleal, se compartían los valores generales frente a un enemigo común aunque desfallecido. Medio siglo después, bastaría que España o Cataluña reivindicaran un concepto para que su contraparte renegara de su valor.

Ahora que la España vacía se llenará de votos, las solemnes proclamas uniprovinciales demuestran que la geografía se ha hecho más variable que la meteorología, y los nuevos líderes de cada territorio se quedan a un paso de exigir unos fenómenos atmosféricos bonancibles. Mientras proliferan las siglas que reclaman la independencia de la provincia dentro del Estado y abominan de la red regional, el PSOE contempló el derrumbamiento de la sobrevalorada geometría variable en la reforma laboral, aprobada finalmente gracias a un voto del PP.

El país se ha enredado en la geografía variable. Las ideologías o geometrías cambiantes han sido reemplazadas por la inestabilidad sísmica, en el neocantonalismo español. La abundante literatura sobre los riesgos de la navegación sin mapas camufla el recorrido imposible de los mapas excesivamente detallados, que paralizan cualquier desplazamiento por su profusión de instrucciones sobre el terreno. Frente a la improvisación del lienzo en blanco, la ausencia de alternativa. Quienes despliegan una pereza mental envidiable para criticar a la mínima oportunidad el desorden de las 17 autonomías discordantes, deben prepararse a lidiar con cincuenta provincias todavía más reconcentradas. Al menos tres de ellas, mermadas en cuanto a protagonismo individualizado durante la transición, se disponen a entrar con su nombre en las Cortes castellanoleonesas. Con perdón por fusionar dos entidades hoy irreconciliables.

España ha multiplicado sus versiones originales, un deje o un acento particular garantizan una exaltación de plaza mayor con efectos fisiológicos. Un factor decisivo en la consolidación del neocantonalismo es el turismo. Una fábrica de automóviles o una plantación de sandías en el vecindario no despiertan un éxtasis digno de mención. Ahora bien, en cuanto los bárbaros o literalmente balbuceantes de Europa desembarcan en cualquier municipio, surge el prurito de haberse convertido en el pueblo elegido. Es curioso que la fe propia necesite alimentarse del combustible ajeno, más allá de recordar que lo provinciano es muy fácil de confundir con lo patriótico.

Cada siglo cree fervientemente en el extravío de los valores de mérito, por lo menos desde que Montaigne decretara que «verdaderamente, vivimos en un siglo que solo produce cosas mediocres». Por tanto, toda descalificación implica una exageración. En el caso del neocantonalismo, y pese a que no siempre es justo culpar a los causantes de su efectos, cuesta desligar de lo ocurrido al ensimismamiento de Madrid. El centralismo absorbente no es patrimonio exclusivo de la capital española, pero hasta el jacobino Macron admitió la intolerable soberbia de París ante el ataque de los chalecos amarillos.

La burbuja o cámara de eco de Madrid posee un sobresaliente poder para abstraerse del entorno. Todavía hoy, con el país en acelerada centrifugación, un debate desde la capital sobre las inminentes elecciones autonómicas puede prolongarse indefinidamente sin mencionar a un solo candidato o geografía castellanoleonesa. Al estilo de las proxy wars o guerras por intermediación que Estados Unidos libra en escenarios exóticos para no ensuciar su territorio, Sánchez, Yolanda Díaz, Díaz Ayuso o Casado utilizan unas urnas alejadas para solucionar sus querellas. Todos los contendientes andan engalanados con sus impecables pasaportes madrileños.

Los Gobiernos sucesivos se contagian del neocantonalismo. No proponen soluciones armónicas, que allanen un funcionamiento coral de las provincias que ahora reivindican su existencia. Al contrario, los gobernantes espolvorean propuestas individualizadas y aisladas para cada geografía variable. Era enternecedor contemplar a Rajoy en un debate del Estado de la Nación, describiendo con minuciosidad de topógrafo las calidades de una carretera que pensaba sufragar en una isla canaria. Sánchez desperdiga asimismo los proyectos concretos de cada provincia, mientras su ministra portavoz castellanomanchega recuerda que los padres de los niños castellanoleoneses también han de mostrarse agradecidos, con un Gobierno que ha retirado las mascarillas a sus hijos en el patio del colegio.

(El disputado voto de Alberto Casero, que por algo presume de Ávila como segundo apellido, supera en valor a los dos millones de sufragios convocados este domingo en Castilla y León. Imagínese, con la doctrina del zapato en el otro pie, que el diputado extremeño vota disciplinadamente con el PP la reforma laboral por vía electrónica, con lo cual hubiera sido derrotada la propuesta del Gobierno. A continuación, el congresista popular reniega de su primer voto, porque asegura que se equivocó y que en realidad deseaba apoyar un Decreto con el que comulga esencialmente. Pablo Casado bramaría en esta hipótesis que no ha lugar a deshacer el sufragio emitido. No hay más preguntas).

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