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Daniel Capó

La clave rusa

Se diría que en el edificio de la Unión se van acumulando errores estratégicos y Rusia huele nuestra debilidad. No nos debería extrañar, porque las grandes potencias –sean cuales sean sus heridas– intuyen siempre la fragilidad del adversario. Ha pasado ya el tiempo de la colaboración y el optimismo que definió el cambio de siglo y que nos hablaba de una larga pax multilateral sostenida en los principios liberales. Basta con leer los libros de la nobel Svetlana Aleksiévich para palpar el trauma que supuso la caída del imperio soviético y las vetas de resentimiento que aparecieron en la sociedad rusa. Como Ortega cuando juzgaba con severidad la evolución de la Segunda República – «¡No es esto, no es esto!»–, se podría decir que tampoco era eso lo que esperaba el ciudadano soviético una vez que se alcanzase la libertad con la caída del comunismo. A un tiempo de decepción le sigue otro de angustia y también de desconfianza. Y el miedo alimenta la sospecha, que se dirige fácilmente contra un chivo expiatorio, sea cual sea el que se haya escogido. Si Occidente trajo la libertad, resulta fácil sospechar que también pudo haber traído la humillación, la pobreza y un capitalismo sin moral. Un país dividido –como tradicionalmente ha sucedido con las dos almas del pueblo ruso– necesita encontrar un enemigo externo para asegurar la paz interior. Y, puesto que las fronteras europeas podrían convertirse en fronteras rusas, Europa –el proyecto europeo– es el adversario.

Y un adversario, por lo que se ve, fácil de desestabilizar. A través de una doble vía: por un lado, la intoxicación informativa que fractura ideológicamente a la Unión; y, por el otro, la crisis energética que dispara la inflación y empobrece a la ciudadanía. La presión sobre Ucrania hace patente, a su vez, la incapacidad militar europea y su reticencia a asumir cualquier tipo de riesgo. Porque, si algo demuestra la actual coyuntura, es la suma de errores estratégicos en los que ha incurrido Europa. La ausencia, por ejemplo, de una política energética –con la excepción, sobre todo, de Francia– que haga de la energía nuclear una pieza fundamental en el tránsito hacia una economía descarbonizada y que, al mismo tiempo, asegure la autonomía del conjunto de la Unión. Esta es, se diría, otra de las duras lecciones que hemos aprendido durante la pandemia: no se puede depender en exclusiva de las manufacturas externas; y quien habla de productos o compuestos, puede referirse también a la energía. Además, esta carencia se extiende a casi todo. Fue la falta de herramientas financieras comunes –además de la mala lectura que hicieron los halcones alemanes de la situación económica–, lo que agravó la crisis del euro entre los años 2008 y 2011; y es la ausencia de una política militar propia lo que imposibilita cualquier respuesta operativa a los desafíos planteados en nuestras fronteras; y es la inexistencia de una política industrial decidida lo que ha desmantelado –al menos en amplias regiones del continente– nuestra capacidad industrial, convirtiéndonos, más que en protagonistas, en apéndices de la globalización. Por supuesto, los errores se acumulan y la debilidad se palpa. De repente, también la Unión ha descubierto que no era esto en lo que queríamos convertirnos.

La clave rusa nos habla de la percepción de una fragilidad que sólo puede ir a más en los próximos veinte años. Demasiadas cosas deberían cambiar para que eso no sucediese. Las decisiones acertadas necesitan décadas para madurar. Y el tiempo siempre resulta un bien escaso, sobre todo para quien está cayendo. Sobre todo, para nosotros.

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