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Daniel Capó

Las cuentas de la vida | Pirotecnia

Una ley inexorable sostiene que nadie sale indemne del suicidio de una civilización

Ilustración INGIMAGE

En Estados Unidos últimamente les ha dado por decir que Colón ya no toca y lo que antes era motivo de orgullo y de integración –para los italianos y para los hispanos, al menos, que no es poco– ahora lo es de opresión y de esclavitud. Ya se sabe que la Historia se reescribe continuamente según soplen los vientos. Y está bien que se diga tan claro quién sobra y quién no –empezando por las ideas–, porque así se quitan las caretas y uno va aprendiendo cómo jugarse los garbanzos. Un día cantamos a la Hispanidad y al siguiente descubrimos que el hispano ya no quiere ser hispano, sino otra cosa tan ficticia –o más– que la primera. Si estuviera de humor y pensara que esto no va conmigo, podría sentarme a comer palomitas mientras asisto al espectáculo de la deconstrucción; pues ya conocemos demasiado bien esa verborrea filosófica de la sospecha, aunque ahora haya cambiado su espectro de atención. En nuestro país, Sánchez –puesto a seguir con la liquidación por derribo a la que nos tienen acostumbrados– quiere desconcentrar las instituciones del Estado, vieja ocurrencia condenada al fracaso de un poder que sólo cree en su propia perpetuación. Desde arriba se le dice a la gente en qué creer y a qué dioses rendir culto –sean nacionales o antinacionales–. Cuando ya no rige ninguna de las reglas de antaño, entonces queda poco que discutir: la huida de la realidad precede a la ruina de cualquier civilización.

Los juegos pirotécnicos dejan tras de sí un rastro de cenizas, pero lo cierto es que –a lo largo de la historia– la furia iconoclasta nos habla de los hombres mucho más que de las estatuas, los mitos o los relatos históricos. Si a la Historia la mueve el resentimiento, la violencia o el odio, mejor ir quemando los rastrojos del pasado que nos incomodan. Los mismos que piden comprensión demuestran luego poca o ninguna piedad hacia sus adversarios. Supongo que tampoco aquí hay nada nuevo bajo el sol, más allá de dar pábulo a nuestras inseguridades. Porque uno nunca sabe si idolatramos las modas del momento o sencillamente corremos en pos de unos intereses particulares a los que revestimos de superioridad moral. En general, todo da ya mucha pereza.

En plena guerra de religiones, Montaigne decidió retirarse a su torre a pensar, leer y escribir. Robert Graves dijo «adiós a todo eso» tras la I Guerra Mundial. Poca gente puede permitirse ese lujo hoy en día. La guerra cultural penetra por cualquier resquicio de la vida, exigiendo cobrar por adelantado. Algunos lo entienden mejor que otros y se alinean del modo adecuado para poner después la mano. Tampoco hay aquí nada nuevo. A todo ello se añade el espíritu de cancelación, que no es más que un macartismo invertido, una inquisición 3.0. Con toda esta chatarra se podría ya inaugurar un vertedero. Alguna perla aparecerá sin duda. Pero, antes, los nuevos señores se habrán quedado con nuestras joyas a precio de saldo. Una ley inexorable afirma que nadie sale incólume del suicidio de una civilización. Y en eso estamos.

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