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Daniel Capó

Las cuentas de la vida | Adiós, verano

Educar en la belleza significa reconocer que

existe una grandeza en la humanidad

Adiós, verano FREEPIK

Se acaba el verano y con él termina un tiempo cercano a la felicidad. Ya era así de niño, cuando dormía en la casa de campo de mis abuelos y veía pasar las horas con la lentitud de los clásicos. Aunque fui un buen estudiante, nunca me gustó el colegio. Me aburrían las clases y aquella cotidianidad recluida entre cuatro paredes. Como nos ha sucedido a todos, tuve algunos profesores extraordinarios que han iluminado mi vida a lo largo de los años. A muchos de ellos se lo he agradecido cuando, en alguna ocasión, nos hemos reencontrado; pero en general no me gustaba ir a clase ni someterme a la árida disciplina de la escuela. Con el tiempo, he pensado que hubiera preferido una educación nómada, cercana al homeschooling, de país en país, del campo a la ciudad y de la montaña al mar, buscando un encuentro vivo con la cultura y la naturaleza. Creo que nuestra juventud fue pobre en experiencias memorables, pobre en experiencias de vida, pobre en la experiencia de lo ejemplar. Víctima del totalitarismo soviético, Pável Florenski escribió desde el Gulag una carta a su hija en la que le recomendaba que educara a sus nietos en la belleza. Educar en la belleza significa reconocer que existe una grandeza en el ser humano que nos habla de la verdad: una verdad que nos forma y nos modela, una verdad que nutre y da fruto.

¿Pude encontrar esos modelos en la escuela? Creo que no. En este sentido, no me reconozco como un nostálgico de la EGB frente al actual fracaso educativo. Es cierto que la enseñanza de hoy tiene mucho de catástrofe cultural, pero resulta erróneo idealizar el pasado reciente. Yo diría que casi todo lo importante que he aprendido en la vida ha sido fuera de las aulas, leyendo o conversando, vagabundeando o trabajando. En parte por eso anhelaba los veranos. De repente tenías tiempo para leer, para nadar, para quemarte al sol, para deambular con tus amigos por el pueblo, para viajar y conocer, para equivocarte y acertar, para disfrutar de una libertad que, en aquellos años, era mucho mayor que ahora. Deseaba que el verano nunca terminara. Todavía hoy lo deseo.

El verano, ahora, es un tiempo que puedo dedicar a mis hijos sin la presión asfixiante del trabajo, los deberes o los exámenes. Es el tiempo en que puedo viajar con ellos o ver un capítulo tras otro de una serie o bucear entre las rocas buscando la belleza del fondo marino. Es un tiempo lleno de experiencias, en lugar del tiempo dirigido del invierno. Es el tiempo de la luz, en lugar de las sombras invernales. El precio a pagar en la cuenca mediterránea es el calor y los mosquitos. No me parece excesivo.

Nómada en mi interior, me hubiera gustado conocer todos los veranos. Con mi familia, hemos dormido en un poblado Amish de Pensilvania y en el convento de Santa Coleta de Asís, hemos nadado con los delfines en Cape May, navegado por el mar y recorrido a pie los Montes de Toledo. A medida que los hijos crecen, también empiezan a seguir su propio camino mientras nosotros decrecemos. Está bien que sea así. Tras el verano llega el otoño, que marca el inicio de un nuevo curso. Pero sabes que, en menos de un año, volverá la felicidad estival.

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