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Matías Vallés

El centenario in vivo de Edgar Morin

El pensador de la complejidad celebra sus primeros cien años

con la publicación de un nuevo libro, ‘Lecciones de un siglo de vida’

La conmemoración del centenario del nacimiento de un personaje da por sentado que desapareció más de una década atrás, por lo que se transforma en una prolongación de sus funerales. Verbigracia, la entusiasta pero siempre insuficiente celebración del siglo Berlanga, fallecido en 2011 después de una vida entera desentrañando la enrevesada psique de los españoles. Por contra, el pensador francés Edgar Morin celebra su primer siglo de existencia in vivo.

Morin nació en 1921, y el próximo jueves cumplirá cien años, siempre que el amontonamiento de homenajes seculares no resulte contraproducente para su salud. El artesano de la complejidad, de los enfoques polivalentes y de la humanidad única no se ha concedido una tregua jubilatoria. Celebra su primer paso de centuria con la publicación de un nuevo libro, Lecciones de un siglo de vida. Su productividad de la última década, incluidas las voluminosas memorias de Los recuerdos vienen a mi encuentro, no desmerece de un autor en plenitud.

He actuado dos veces junto a Edgar Morin, lejos de la pareja de hecho pero con la proximidad suficiente para analizar sus dotes y dones de conferenciante. La primera intervención tuvo lugar en Mallorca coincidiendo con el cambio de milenio. Me tocó el papel de presentador, sin duda el rol más indigno en un acto público, por encima incluso del espectador que ronca abiertamente durante la charla. Además, el autor de El hombre y la muerte estaba visiblemente enamorado, absolutamente concentrado en sus cuchicheos por el móvil y sin tiempo para departir con sus anfitriones. El pensador contaba entonces 79 años, y siempre me he preguntado cuántas décadas lo separaban de su Dulcinea, porque estas cosas se notan.

La segunda actuación tendría lugar seis años más tarde en Barcelona, esta vez mano a mano. O sobre la espalda de un gigante, que diría Newton. Con motivo del ciclo de diálogos apropiadamente titulado Humanitats, el vasto salón de actos del CaixaForum de la capital catalana se llenó de un público juvenil en su mayoría y ávido por escuchar a Morin, aunque para ello tuviera que pagar el peaje de mi intervención. Nada descompone al intelectual achinado, pero en los prolegómenos casi se atraganta cuando la organización le dijo que se esperaban sendas intervenciones de cuarenta minutos de cada uno de nosotros. «Eso es bastante largo», atajó con un atisbo de preocupación.

Sentado a la derecha de Morin, despaché mi intervención inicial con la tranquilidad de que el maître à penser polarizaba la atención del respetable, por lo que a los asistentes no les interesaban ni mis errores. Cumplimenté los cuarenta minutos, y un silencio expectante envolvió el inicio del turno del mito. No he retenido su discurso, pero se centró en la evolución del humanismo, con una atención detallada a jalones como la Revolución Francesa. Una talla simple en apariencia, pero cautivadora.

Un murete protector escondía al público la superficie de la mesa a la que estábamos sentados. Morin se había desprendido de su reloj de pulsera antiguo o clásico, con el que medía de reojo el avance de los cuarenta minutos pautados. Guiaba su discurso con unas notas manuscritas, con pulcra caligrafía y en las cartulinas reglamentarias de un profesor universitario. Avanzaba en las hojas volanderas que iba retirando conforme las satisfacía. De repente, apartó la partitura que le orientaba, pero debajo se hallaba la página inicial. Se acabó.

Acabada la intervención que tenía prevista y anotada, Morin miró el reloj con cierta trepidación, animado quizás por la intención secreta de acelerar el mecanismo con el fulgor de sus ojos, que habían seducido a muchedumbres. En mi estimación de hoy, el conferenciante no llevaba cubiertos ni treinta de los cuarenta minutos pactados. La vacilación apenas duró un segundo. Ni corto ni perezoso, recurrió a una ingeniosa solución. Fijó la vista de nuevo en la primera hoja de su discurso, para repetir su contenido. Y siguió el mismo método con la segunda y la tercera, hasta cubrir el trayecto oratorio anunciado.

La ovación que recibió Morin fue estruendosa, ninguna audiencia lamentará un encore repetitivo de su estrella. En el auditorio había pensadores de la calidad de Xavier Rubert de Ventós, con el que mantuvimos un delicioso diálogo de sobremesa. Pues bien, nadie advirtió la treta del pícaro francés, en el subconsciente colectivo quedó la impresión de que sus argumentos se reforzaban al reiterarlos. Me vino inevitable a la mente una cita de Isaiah Berlin. «Siempre sospecho que Hegel era medio charlatán, aunque brillante y remarcable. Cuando su editor, Cotta, le dijo que pensaba que su último libro era un poco corto, le replicó: ‘Oh, puedo alargarlo tanto como quieras’, y le añadió otros miles de palabras».

Lo cual llevaría a un agudo debate sobre la longitud de las obras maestras, pero no dejaría espacio para recordar que el vitalista Morin tomó aquella Barcelona por asalto a sus 85 años, ansioso por devorar una paella y tapas, mientras su compañero de cartel se refugiaba en una siesta reparadora pese a los cuarenta años de diferencia, supuestamente a favor del segundo. El francés se mostró además como un penetrante observador de la actualidad al borde del cotilleo, al desarrollar por ejemplo la guerra a muerte entre Sarkozy y Villepin. En la expresión siempre atinada de Joan de Sagarra, «habla con no poca malicia».

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