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Antonio Papell

De indultos, reformas y amnistías

Celebradas las elecciones catalanas, el clima provocado por la manifiesta rivalidad entre las dos grandes opciones nacionalistas —la posconvergencia reaccionaria controlada por el huido Puigdemont y el republicanismo de izquierdas más templado y racional pero urgido por la presión independentista del contexto— y por la literalidad de los acuerdos y programas sobre los que se sostiene el nuevo gobierno presidido por Aragonés, envuelve en grave dificultad cualquier intento negociador encaminado a relajar la tensión entre el soberanismo y el Estado y, en última instancia, entre la Generalitat y La Moncloa.

El PSOE y, consecuentemente el PSC de Salvador Illa —que tiene ahora la fuerza moral de haber ganado las elecciones— han mantenido constantemente el criterio de que hay que hay que abrir esa fecunda vía de negociación que permita un retorno gradual a la normalidad de Cataluña, aún muy alterada en lo político, lo económico y lo social por las consecuencias penales de aquel dislate. Pero las opciones que maneja el soberanismo no son ni siquiera dignas de ser tomadas en consideración: todo se reduce a la amnistía y al ejercicio del derecho de autodeterminación mediante un referéndum pactado.

La amnistía, expresamente vetada por la Constitución española, constituiría una agresión inimaginable al Estado de Derecho, cuyas leyes son en todo caso vinculantes. Tal figura solo es concebible en las transiciones entre regímenes autoritarios y democráticos, como una especie de pacto de olvido excepcional y en todo caso de dudosa eficacia tanto política como moral (en España recurrimos a la amnistía para zanjar el desentendimiento civil y poner las bases pactadas de la Transición). Descartada, pues, la amnistía, cabría en ciertas condiciones la concesión de indultos. Las medidas de gracia no borran el delito, simplemente reducen la pena con criterios morales y políticos.

La concesión del indulto, regulado por una vetusta ley del 18 de junio de 1870, no es incondicional ni arbitraria, y además de estar sometida a control jurisdiccional, parece evidente que en un caso de tanto calado político sólo sería posible una medida de esta naturaleza si previamente los solicitantes de la gracia manifestasen su decidida voluntad de no volver a delinquir. En otras palabras, cabría el indulto ante una actitud insurreccional si los insurrectos aceptasen defender sus tesis ideológicas por medios legales y pacíficos. El «lo volveremos a hacer» que esgrimen provocativamente los líderes de ERC y de JxCat hacen políticamente inviable el indulto, que soliviantaría a una ciudadanía que ya ha sido muy paciente hasta ahora. De otra parte, la situación se complica después que, al formarse el nuevo gobierno de coalición, tanto la consellería de Justicia como el control de prisiones, que estaban en manos de ERC, hayan pasado a depender de JxCat.

La otra vía de distensión que se ha puesto sobre la mesa es la reforma del Código Penal para reconsiderar el delito de sedición y las penas que acarrea. Como es conocido, aunque el Tribunal Constitucional ha convalidado la sentencia impuesta por el Tribunal Supremo a los procesados del 1-O —penas exorbitantes, desde luego—, los magistrados José Antonio Xiol y María Luisa Balaguer emitieron votos particulares en los que consideraban desproporcionadas las sanciones. Dicho voto particular podría servir de argumento a los reformadores del Código Penal -Justicia ya está trabajando en un proyecto de ley— e incluso influir en una sentencia del Tribunal de Estrasburgo, que ya desmontó en su día la ‘doctrina Parot’, con la que podría establecerse alguna analogía. De cualquier modo, la reforma del CP, que obligaría la Supremo a recalcular las penas, se desarrollaría mediante un proceso largo de final indeterminado, dentro de varios años, más allá incluso de la actual legislatura.

La solución real estriba en una combinación de una clara rectificación del soberanismo, que no puede pretender que en el contexto occidental se produzca un referéndum de autodeterminación —y que nadie ponga el ejemplo del Reino Unido, que es singular y excepcional—, con la aplicación prudente de medidas de gracia que acorten la sanción de los condenados. Si no se ve así y se opta por las demandas desaforadas, el problema, sencillamente, podrá dejar de tener solución pacífica.

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