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Antonio Papell

Cataluña: malos presagios

Pere Aragonés ya es presidente de la Generalitat, como representante de un partido progresista —aunque uno siempre mantiene un resquicio de duda acerca de si se puede ser a la vez progresista y nacionalista—, Esquerra Republicana de Catalunya, fundado en 1931 y que tuvo predicamento durante la Segunda República y en el largo exilio durante el franquismo, pero que estuvo ausente del poder desde que Tarradellas, elecciones mediante, entregó la histórica presidencia de la Generalitat a Jordi Pujol, tras la restauración de la Generalitat ya constitucionalizada.

Pere Aragonés es un político aseado, bien educado, a quien no se ha visto levantar la voz ni en las acaloradas sesiones de la cámara catalana ni fuera de ella. Sabe guardar las formas y moverse entre dos aguas, y desde luego está muy lejos de mostrar el sectarismo verbal y la intemperancia de que han hecho gala sus inmediatos predecesores de JxCat, Puigdemont y su epígono Torra, siempre dispuestos a inflamar el paisaje y a mantener viva la llama mística cuyas emanaciones generan la trágica segregación entre patriotas y botiflers, que siempre es antesala de las guerras civiles aunque en este caso no sea de temer, ni mucho menos, una verdadera quiebra de la paz, porque los catalanes no lo consentirían. De cualquier modo, es inquietante que en tanto Puigdemont y Torra alardeaban a voces de su independentismo y se mostraban acaloradamente dispuestos a provocar la secesión, Aragonés diga las mismas cosas aunque en tono más comedido y sosegado. Es cierto que las formas son importantes en política, pero no lo es menos que el futuro puede quedar bloqueado de la misma manera en ambos casos.

Como es conocido, un tardío pacto entre republicanos y neoconvergentes ha hecho posible la investidura de Aragonés. La clave del acuerdo de investidura es «conseguir la independencia y alcanzar la república catalana». Y Aragonés ha anunciado en su discurso el objetivo de «culminar la independencia». Y uno de los eslabones intermedios de este proceso es la amnistía para los presos políticos y ‘exiliados’. Con estos mimbres, el diálogo con el Estado que el gobierno catalán dice pretender, y el gobierno de la nación ha ofrecido como herramienta de avance en la salda del atolladero catalán, se antoja muy difícil, si no imposible.

Es aburrido repetir lo que ya se conoce. La autodeterminación, vinculada a las situaciones coloniales, no es un derecho en las democracias avanzadas; en Europa no se permitirá un cambio de fronteras interiores, y nuestra Constitución impide radicalmente la ruptura de la unidad territorial. En cuanto a la amnistía, esta solo tiene sentido —y aun muy polémico— en los periodos de tránsito entre dictaduras y democracias, y en todo caso no es admisible en un estado de derecho consolidado en que el imperio de la ley no admite excepciones.

Así las cosas, aunque no es lo mismo repetir esas reivindicaciones gritando o en el tono jesuítico de los republicanos blandos, la insolubilidad de los problemas planteados no varía. Y eso lo saben los catalanes todos, por lo que el hecho de no plantear opciones relativamente alternativas, significa a la fuerza que lo que se busca es la confrontación. Un comentario editorial de un medio de relieve ha resaltado que el programa de acción conjunta ERC-JcCat contiene seis páginas sobre la «estrategia independentista» y solo dos exiguos párrafos sobre la recuperación económica mediante el recurso a los fondos europeos Next Generation. Nada se dice de la reforma de la financiación autonómica (que de momento es la única que hay para cubrir los gastos de los catalanes que no vengan respaldados por impuestos cedidos), y por añadidura, en un pintoresco quiebro a volapié, se marcan objeciones probablemente equivalentes a su prohibición a la energía eólica porque así lo exige la CUP. Ser ecologista-nacionalista en Cataluña significa tener voluntad de regresar a la edad de piedra.

En estas condiciones, la legislatura no abre muchas expectativas. Seguramente, bastará la primera reunión de los gobiernos estatal y autonómico para que se disipe el ensalmo. Y regresaremos todos a la descarnada sinrazón en la que vivimos desde hace más de un lustro. Que a los catalanes les coja confesados.

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