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Pedro Coll

Martín

Martín con su café, al amanecer. Cáceres, junio de 1978. Pedro Coll

Recién vacunado (me ha tocado la Moderna, qué guay) intento evitar el asfixiante y envenenado ruido (eso que algunos medios, sin el menor sonrojo, llaman ‘batalla por Madrid’, jugando innecesariamente con negros recuerdos) y voy a relajar el tono y recordar a Martín, que pasó por esta vida siendo un sencillo pastor trashumante, sin más pertenencia que lo que vestía. Él vivió aquella guerra civil y aún llevaba metida en el cuerpo esa desconfianza propia de quienes tienen motivo para no recordar. Durante aquellos días de ‘camino y manta’ no me resistí a preguntarle si era de derechas o de izquierdas. «Yo de eso no entiendo», me respondió de manera huidiza, mirando al suelo. Recuperando aquella experiencia inolvidable intento escapar a otra galaxia, buscar aire fresco en la memoria. Si es nostalgia, espero que sea de la sana, aunque ya me da lo mismo.

En aquella expedición que nos llevaba hacia el norte, hacia los pastos de León, Martín -cumplidos setenta que parecían ochenta- tenía a su cargo tres mulas, dos yeguas y un caballo. En ellos iba la carga, el equipamiento necesario para el viaje de los cuatro pastores que movían un rebaño de 3.000 ovejas, 200 cabras y un total de 12 perros. Cuatro días atravesando tierras extremeñas hasta llegar a la estación de La Perala, en Cáceres. Interminables horas esperando el embarque en un tren para ganado. Veinte horas de tren, ubicados los pastores y nosotros (Manolo Rivera, hombre de esta casa y excelente fotógrafo, compartió la aventura) en un vagón vacío y herrumbroso, sin asientos, con los grandes portones laterales abiertos de par en par, como grandes pantallas de cine en las que iba proyectándose el inmenso y fugaz paisaje. Por último, tres días más caminando de nuevo, ascendiendo campo a través siguiendo las sendas marcadas por la tradición, invadiendo a veces las calles de algunas villas montañesas, o cruzando vías de tren, o bloqueando tramos de carreteras ante la paciencia de los conductores lugareños.

Desde La Edad Media, al comenzar el verano los trashumantes partían hacia el norte. En otoño regresaban al sur. Siempre en busca del pasto fresco para el ganado. No sé ahora que será de todo eso, pero ya en los 80, cuando yo la viví, la trashumancia en España estaba agonizando.

Para los pastores como Martín ‘la civilización’ seguía siendo un misterio. Nuestra inclusión en la expedición fue un impacto para ellos. Pero se abrieron con interés ante esos marcianos que iban a seguirles durante días, preguntando y fotografiando. Una noche, ya en León, Aniceto, el más joven, estaba de guardia junto al fuego y decidí acompañarle. El ganado descansaba y los demás dormían bajo viejas mantas. Los perros mastines, imponentes y serios, estaban junto a nosotros, siempre vigilantes ante la posible aparición del lobo. Aniceto fumaba un tabaco grueso que llevaba en una petaca y me preguntaba cosas que parecían esenciales para él: si había viajado en avión, si tenía coche, si estaba casado, si me había bañado en el mar, si el agua del mar era azul…

Voy a decir aquí sus nombres: Aniceto, Juan, Martín y Perfecto Barriada, que era como se llamaba el ganadero, un pastor más.

Al amanecer, Martín era el encargado de hacer el café. Lo hacía con una especie de calcetín, sumergiéndolo en un cazo de agua hirviendo. Era un café portugués, conseguido de contrabando, áspero, que yo disfrutaba igual que si fuera un expreso servido en la terraza de La Coupole de París.

Fue mi primera incursión en el mundo del reportaje. Desde entonces han ocurrido muchas cosas. Durante todo este largo tiempo he sido testigo de cómo una parte de la raza humana iba sumando y consiguiendo que la vida de todos fuera a mejor a la vez que, incomprensiblemente, otros se dedicaban a poner palos en las ruedas. A esta humanidad le debe pasar lo que un amigo italiano dice que le ocurre a la experta y bella Italia, que «aunque parezca que durante el día los italianos se dediquen a destruirla, Italia, por sí sola, se recupera en el transcurso de la noche».

Así que seamos escépticos, pero no pesimistas.

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