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Matías Vallés

No sale a cuenta llevar a Messi a tu pueblo

El populismo futbolístico derriba la Superliga y empobrece a las Ligas nacionales, al ahondar en la ruina de los clubes huidos hacia adelante

La Superliga ha muerto antes de nacer, pero sus causas y consecuencias siguen intactas. El principio fundacional de la NBA del fútbol europeo expresaba que no sale a cuenta llevar a Messi a tu pueblo. Esta evidencia resuena como un bofetón en una veintena de ciudades españolas enroladas en la clase media futbolística. Sin embargo, es fácil demostrar que el clasismo ha sido patrimonio como de costumbre de los mediocres y no de los elitistas.

Para que se entienda de una vez por todas, sería estupendo que los Rolling Stones montaran un concierto en tu barrio. Sin embargo, es más probable que su gira española recale en Madrid y Barcelona. Peor todavía, si Mick Jagger y sus cadavéricos compañeros se prestan a tocar en el vecindario, el medidor de dióxido de carbono pandémico detectará que la degradación de su show ha tocado fondo. Florentino y sus secuaces aspiraban a salvar las esencias millonarias de su producto lujoso, sacándolo de la oferta de las grandes superficies.

Sin embargo, la plebe ha arrancado a los grandes clubes de sus ensoñaciones independentistas, que diría Marchena. En la primera revolución posterior al coronavirus, el populismo futbolístico derriba la Superliga y empobrece a las Ligas nacionales, al ahondar en la ruina de los clubes que huyeron hacia adelante. El testamento de un Florentino agónico y afónico ha consistido en recalcar que los gigantes europeos son carcasas sin fondos, un dictamen que no exceptúa al Real Madrid. Ojalá se informara con fidelidad semejante de los estragos económicos de la pandemia.

No puede ser casualidad sino homenaje que el lanzamiento de la Superliga estrellada haya coincidido con el segundo centenario de la muerte de Napoleón. El corso Florentino ha sido derrotado y desterrado por la Santa Alianza mafiosa de la UEFA y la FIFA. La Contrarreforma ha recurrido a imágenes tan empalagosas como la viñeta del padre que ayuda a su hijo de corta edad a escalar las gradas empinadas del estadio. La lacrimógena estampa ha sido esgrimida en docenas de artículos por los mismos románticos que matarían a a su progenitor por un smartphone.

Los afrancesados napoleónicos han cometido el pecado capital de creer en Europa. El continente volvía a ser noticia, musculaba su papel preponderante en la asignatura fundamental del planeta, el balón. El espejismo no aguantó ni una semana, el reparto del botín futbolístico resultó más controvertido que la asignación de las vacunas a los países de la UE. Si ya era sospechoso el desmarque inicial de Francia y Alemania, podía atribuirse a una prolongación del imposible consenso político. El guion del desmoronamiento definitivo parecía escrito por los eurócratas de Bruselas.

Montar una Superliga para camuflar el Getafe, 0 - Real Madrid, 0 de la víspera hubiera supuesto una sobreactuación incluso en el visceral Florentino. La voladura del contubernio puede dibujarse en los mapas. Los magnates cosmopolitas creyeron que ya era más fácil odiar a los rivales abstractos de Turín o de Manchester, dondequiera que se encuentren, que despedazar a insultos a los paisanos más inmediatos de Sevilla o Bilbao. La globalización expulsada por el coronavirus se colaba de nuevo por el palco de los grandes estadios.

El convoluto no funcionó, porque Europa carece de poder de seducción incluso recurriendo al fetiche del balón. El fútbol es pueblerino, afincado en figuras primitivas como Bernabéu o Núñez. Los presidentes que se comunican chapurreando el globish olvidaron que el mejor enemigo sigue siendo el vecino, frente a la tentación de buscarlo fuera.

Europa carece de poder de seducción incluso en torno al balón, el mejor enemigo sigue siendo el vecino frente a la tentación de buscarlo en desiertos remotos y en lejanas montañas, por citar al gurú político de Florentino. Y si el secesionista Joan Laporta ha sido su único socio consolidado, el pegamento que les aglutina es la ausencia total de liquidez. Los gigantes de la Liga pretendían fusionarse con los líderes de las competiciones continentales que les han apisonado. Aunque cualquier tuercebotas ganaría la Champions sin más que enfundarse la camiseta blanca, el club no ficha a lo grande desde la década pasada. Los Mbappé son un recurso estilístico para decorar las portadas de la prensa deportiva.

Europa vuelve a disolverse. Es curioso que la Superliga se anunciara al día siguiente retórico de la proclamación renovada de Florentino y Laporta, este último con aval ahora diáfano del televisivo Roures. Aunque los delirios de grandeza bloquean la simpatía, los rectores de Madrid y Barça son menos atrabiliarios que los empresarios de su rango críticos con el proyecto, pero incapaces de desembolsar un euro para garantizar el arraigo de sus clubes regionales.

La revuelta de las masas no evita la constatación de que los levantiscos hubieran sido los primeros en apuntarse al sucedáneo de la NBA con el balón en los pies. Los sediciosos han sufrido el vértigo de Ícaro, y se han estampado contra el suelo. Han sido incapaces de florecer al margen de instancias viciadas, que tampoco pueden sobrevivir sin ellos. Durante la independencia nominal de Cataluña, en ningún momento vaciló la continuidad del Barça en la Liga. Y ni Díaz Ayuso puede arrancar al Madrid de su fidelidad al clásico en ruinas.

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