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Norberto Alcover

En aquel tiempo

Norberto Alcover

Tierras de penumbra

Recuerdo que, tras visionar Tierras de penumbra, del eficaz Richard Attenborough, permanecí unas horas ensimismado: no sabía con precisión qué era exactamente la penumbra, y tuve que echar mano del diccionario para quedarme tranquilo: «Situación de poca luz, pero sin llegar a la oscuridad total». Entonces comprendí que, en general, todos nosotros vivimos en «tierras de penumbra», donde carece de sentido bien la desesperación absoluta pero también esa fanática pulsión por la felicidad completa. Es esa situación, fílmicamente hablando, de «claroscuro ensombrecido» de un momento del arte italiano, con Tintoretto en cabeza. Desde entonces, además, descubro la vida y mi vida en claroscuro, en penumbra, e intento sobrellevar tal situación sin renunciar jamás a la esperanza. Lo que hoy falta en España y, quizás también, en el mundo entero. Porque por vez primera, la descabellada prepotencia científica ha sido superada por la mera naturaleza de las cosas. Y en nuestro caso, de algo tan mínimo como es un virus. Aunque hayamos sabido reaccionar a tiempo, pero con miles de muertos ya a nuestras espaldas.

En esta situación personal, contemplo nuestro país y caigo en la cuenta de que también él vive horas de penumbra y de claroscuro. No se trata de un momento en que todo se haya vuelto oscuridad plena, pero nos cuesta un montón descubrir «heridas de luz», esas hondonadas en el dolor que nos conducen a descubrimientos de dicha, de alegría, de serenidad y, en definitiva, de esperanza en un futuro posible y mucho mejor. El ser humano, cuando existe en claroscuro, tiende, por razón de su propia contingencia, a dejarse dominar por la oscuridad y no por la esperanza. Pareciera que nos atamos al dolor y al fracaso con mucha más fuerza que a los pequeños triunfos o, incluso, a las grandes conquistas, que también están ahí. Casi es imposible evitarlo porque, al hacerlo así, insistimos en nuestras limitaciones, que, en determinadas circunstancias, parecen inundarlo todo. Y acabamos encerrados en nuestras casas. Defendiéndonos del ambiente, que nos asusta. Incluso, en una primera época, puede que aplaudamos desde los balcones, pero más tarde ni aplausos, ni canciones, ni ganas de optimizarnos. Solamente deseamos salir del fracaso. Esperábamos las vacunas y las vacunas no llegan. Así, unos se salvarán de la quema, pero otros, pude que Ud. o yo mismo, no. La contingencia rampante. El claroscuro casi negro. La penumbra casi nocturna. Somos así.

Y sin embargo, a pesar de tantas contingencias tan desasosegantes, parecen «heridas de luz» más deslumbrantes que en tiempo de normalidad lumínica. Llevamos meses de empoderar a enfermeros y enfermeras, pero al cabo nos hemos habituado a sus servicios: hay infectados, otros mueren en cadena, y estas personas que están junto a ellos y ellas, pues siguen ahí. Más que servir, trabajan felices porque tienen un trabajo (textualmente me lo comentaron hace días). Cuando el dolor y la pesadumbre nos destrozan, se nos hace imposible detectar tanta esperanza como nos rodea y aplasta. Nos entregamos a la potencia del mal, porque resulta que el mal existe y nos golpea. Enfermeros y enfermeras, pero también médicos y anestesistas y conductores de ambulancia y profesionales movilizados de sanidad, pero también personas mayores que se convierten en cuidadoras de familias encorsetadas por la enfermedad (una circunstancia que apenas se hace notar también) chicos y chicas jóvenes que están aprendiendo a crecer rápido por mor cuanto están viviendo de golpe y porrazo, y niños cuyos lloros se encabalgan de puro aburrimiento, y miembros de las Fuerzas de Seguridad y del Ejército que salen de sus cuarteles para transformarse en servidores civiles en una adecuación al momento admirable, para después, como es lógico, volverse a sus cuarteles, disponibles siempre para servirnos. Y trabajadores de bares, de tiendas de comestibles, de negocios de ropa, de grandes superficies, cuando no están cerradas, además de profesionales liberales, de amas de casa, de limpiadoras del hogar, de enseñantes de todo tipo que se han adecuando al tiempo con inteligencia y creatividad. Y sacerdotes que permanecen al pie de parroquia y de Caritas. Y que, en medida que se les permite, acompañan a nuestros muertos al morir y al ser enterrados o incinerados. Nosotros tal vez no estemos allí, pero ellos sí. Son nuestro último abrazo a personas a las que tanto amamos. Ellos y los que entierran e incineran. Una legión de personas que «damos por sabidas» pero son esas «heridas de luz» en tiempos de penumbra y pintan la oscura realidad de esperanza y de futuro, pero también de generosidad, mucho más allá de su mera obligación.

Si las «heridas de oscuridad» parecen imponerse, incluso en los medios y en las redes, estas «heridas de luz» tendríamos que potenciarlas dándoles a conocer de manera concreta, con nombres y apellidos y para caer en la cuenta de que todavía la humanidad se impone a la inhumanidad. Sigue habiendo «hombres y mujeres sencillamente buenos». No determinan las inclinaciones de la sociedad, que para eso están los políticos y especialistas, pero la sostienen. En silencio. Sin pedir nada a cambio. Ya sin aplausos. Ya solamente con su conciencia.

Tiempos de penumbra. Tiempos de esperanza y de dolor. Ojalá también sean para todos nosotros «tiempos de reconocimiento» para caer en la cuenta de la grandeza del ser humano y de su bondad imbatible. Esta gente que vive al lado y que nos encontramos en el ascensor. Esa.

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