Diario de Mallorca

Diario de Mallorca

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

José Carlos Llop

En ‘Casablanca’

Mario Verdaguer publicó La ciudad desvanecida con un subtítulo: Memorias de un socio del Círculo Mallorquín. Dentro de unos años quienes pasen por delante del edificio del Parlament no sabrán que fue la sede del Círculo, club o casino de la sociedad acomodada de la isla, especialmente la de Palma. Lo desconocerán y los habrá –como ahora con cosas que pasaron décadas o un siglo atrás– que inventarán anécdotas y episodios que nunca ocurrieron, acompañados de un sistema de interpretación para justificar unas y otros.

Ya ocurre con Verdaguer y el libro citado, por ejemplo. La mayoría cree que Mario se llamaba Màrius y que La ciudad desvanecida fue escrita en catalán de Mallorca, cuando ni una cosa ni otra son ciertas. Debemos La ciutat esvaïda a la impecable traducción de Nina Moll y Màrius a un capricho voluntarista de la editorial. Por otra parte la edición original era corta y se agotó enseguida y en cambio la de La ciutat esvaïda fue incluso regalada por Sa Nostra, cuando Sa Nostra aún era Sa Nostra y no había caído en malas manos. El libro acabó en todas las casas mallorquinas, ilustrada su cubierta dorada con una acuarela de Erwin Hubert.

Los recuerdos de Verdaguer pertenecen a los primeros años del siglo XX. Los de mi generación tenemos algunos bastante más tardíos. Recuerdo que, muy a principios de los 70, al pasar en primavera por delante del Círculo en dirección a la Facultad, había butacas y biombos de mimbre y varios viejos socios dormitaban en ellas con sus trajes de dril y de llista y unos zapatos marrones perfectamente abrillantados y llenos de bultos –los pies, ya saben, se deforman con la edad–, hechos a mano durante la Guerra del 14, cuanto menos. Las moscas revoloteaban lentamente bajo las arcadas. Cuando paso ahora, muy de vez en cuando, aún los veo, como fantasmas de otro tiempo, alguno con panamá y algún otro fumando mientras los demás duermen. Como veo en la antesala de la biblioteca a Llorenç Villalonga en la tertulia de sus amigos, con Nelson a la cabeza. ‘En Llorenç –oí decir en una ocasión– quasi no deia res; només escoltava, com un conillot de vorera’. Y detrás de esta frase escucho la de otro socio que decía, años después: ‘encara que em caigués de son, jo mai partia el darrer, no fos cosa que em xiulassin les orelles...’

Algún día alguien escribirá otras memorias del Círculo a partir de que dejó de serlo para convertirse en Parlament. Regalo títulos: Si las Cariátides hablasen... O éste otro: Rere el silenci de les Cariàtides. En estos años, las anécdotas de todo tipo deben de amontonarse por los rincones y bajo las alfombras y quizá estaría bien que ese libro imaginario contase la metamorfosis de la clase dominante y sus lenguajes. No sólo: de las repercusiones de ese lenguaje en la sociedad y en el edificio como metáfora. De los años que llevamos de autonomía parlamentaria, imagino que encontraríamos de todo porque de todo debe de haber pasado entre sus muros. Conspiraciones, transfuguismos, traiciones, trampas saduceas, seducciones, enamoramientos, frivolidades, intereses materiales y sospecho que espirituales, pocos… Si las cariátides hablasen…

Sabemos que John Fitzgerald Kennedy, casado con una de las mujeres más bellas, elegantes e inteligentes de su época, se acostaba con muchas otras –de Angie Dickinson a Marlene Dietrich pasando por Marilyn Monroe et alii–, excusándose en su perpetuo dolor de espalda, que por lo visto sólo se le pasaba con asuntos extramatrimoniales. Todo el mundo elige los analgésicos que puede. Y seguro que anécdotas jugosas –no tanto como las de Kennedy y no necesariamente de carácter sexual, que también– deben de existir a docenas en el Parlament desde que dejó de ser El Círculo. Quizá nuestros nietos lleguen a conocerlas como nosotros conocemos las de nuestros antepasados, aunque en su momento quedaran ocultas tras el velo de la moral social.

Pero que en una legislatura autonómica como ésta, nos escandalicemos por la hora de cierre de un bar, un gin-tónic de más y un soponcio, suena tan disparatado como una de las mejores escenas de la película Casablanca. Me refiero a aquella donde el jefe de la policía francesa –Claude Rains– cierra el bar de Rick y cuando le preguntan por qué, contesta: ‘me he enterado que aquí se juega’. Y un camarero le pasa el sobre con la comisión de la noche.

Pues algo así.

Compartir el artículo

stats