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De eméritos, méritos y deméritos

Por fortuna, la Historia no se escribe exclusivamente en los tribunales, de tal manera que las sentencias, por mucho que deban respetarse, no suponen necesariamente un certificado de inocencia verdadera

En atención a su notable repercusión mediática, el concepto de presunción de inocencia se utiliza con frecuencia en la órbita de la opinión pública, pero no siempre de un modo preciso. Se trata de un principio jurídico penal que establece la inocencia de las personas no como excepción sino como regla. Solamente después de un proceso judicial donde quede demostrada su culpabilidad se les podrá aplicar la pena correspondiente. También la Constitución española recoge esta figura en su artículo 24.2 y la consagra como un derecho fundamental.

Su aplicación es de ámbito general. Sin embargo, cuando los imputados en un procedimiento penal ostentan algún cargo político, se suele llevar a cabo por parte de la sociedad un juicio paralelo en virtud de los hechos que se dan a conocer tras la apertura de los correspondientes sumarios. Como consecuencia, los ciudadanos que en su día depositaron la confianza sobre los acusados van sacando sus propias conclusiones acerca de la altura moral de los mismos, sin esperar a una resolución definitiva que, instancia tras instancia, tardará muchos años en dictarse, certificando así el drama de nuestra justicia, cuya exasperante lentitud la convierte en injusta.

Las ocasiones en las que el primer pronunciamiento resulta absolutorio, tanto los afectados como sus partidarios se apresuran a hablar de linchamientos inadmisibles perpetrados en portadas de periódicos y en titulares de telediarios, al tiempo que aprovechan, repudiando esa libertad de información que únicamente defienden si les beneficia, para matar al mensajero. Tampoco es descartable que determinados individuos de ejecutoria más que dudosa se libren de sus condenas por los pelos -a veces, por un simple defecto de forma- y, absolución en mano, proclamen a los cuatro vientos su condición de mártires que jamás cometieron pecado, por más que existan contundentes indicios que avalen unos comportamientos altamente rechazables.

Cabría preguntarse entonces si los sufridos votantes debemos atenernos exclusivamente al resultado de un fallo judicial a veces recurrible y, en mi opinión, la respuesta es negativa. Tal vez los hechos nos sitúen frente a conductas que no puedan considerarse delictivas desde un punto de vista estrictamente legal. Sin embargo, atendiendo a los ámbitos de la ética y la responsabilidad política, para mí se tornan inaceptables. Y es en este terreno, en el de la estrecha obligación de dar el mejor de los ejemplos, donde los ciudadanos honrados han de responder a los inmorales con su menosprecio, pues cada quien es muy libre de pensar lo que estime más oportuno sobre la probada falta de decencia de unos representantes públicos a los que jamás compraría un coche de segunda mano.

Claro que lo ideal sería que, acto seguido, obraran en consecuencia. A título particular, entiendo que un correctivo sumamente eficaz se traduce en no volver a votarles. Lástima que en España la corrupción apenas pase factura electoral. Yo misma, como ciudadana que acude siempre a la cita con las urnas, mantengo una opinión formada acerca de diversos escándalos -Filesa, GAL, Faisán, ERES, Gürtel, Púnica, Nóos o AVE a La Meca (que actualmente coloca el Rey emérito en el punto de mira)-, con independencia de si sus protagonistas resultan absueltos o condenados, o si recalan o no en un centro penitenciario. Por fortuna, la historia no se escribe exclusivamente en los tribunales, de tal manera que las sentencias, por mucho que deban respetarse (y yo, por supuesto, lo hago), no suponen necesariamente un certificado de inocencia verdadera, como tampoco acreditan una conducta ejemplar.

De hecho, no deja de ser bastante frecuente que los encargados de investigar actuaciones de esta naturaleza reúnan numerosas pruebas que, por no considerarse lo suficientemente concluyentes, aboquen a jueces y magistrados a dictar fallos no condenatorios en el estricto cumplimiento de la máxima "in dubio pro reo". Ahora bien, de ahí a colegir que constituyen un refrendo de la honorabilidad de los imputados o a afirmar que los hechos enjuiciados jamás sucedieron, va un abismo.

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