Andreu Crespí fue mi profesor de Termodinámica, la única ciencia inexpugnable porque las demás tienen la validez de un horóscopo, según se ha demostrado en la pandemia. Cuando dejó la Universitat para ocupar la dirección provincial del ministerio de Educación antes de las transferencias, le sucedí como profesor encargado de curso del departamento de Química-Física. Así me vi a los 22 años impartiendo la asignatura de Química General, para desgracia de mis víctimas. En el reencuentro, Crespí ya estaba solo en la política y yo a solas en esta página.
Socialista a carta cabal, Crespí nunca perdía los estribos, destilaba el humor de las situaciones más improbables, esbozaba una sonrisa permanente, era ferozmente comprensivo con los demás y atesoraba una curiosidad infinita, que conllevaba un carácter demasiado disperso para enclaustrarse en una carrera universitaria. Su principio ejecutado desde una docena de cargos públicos era el acuerdo, la garantía de los finales felices. Ya no está, y dudo que lo aprovecháramos al máximo. Repasando su trayectoria o la de su compañero Rubalcaba, otro discípulo de Antonio Roig, se cumplía el axioma de que un químico puede engañarte, pero no puede engañarse.
Este enemigo racional de las venganzas poseía en efecto las características idóneas para fracasar en la política local. Se le podría achacar el complejo de pensar que Mallorca era de derechas, si no fuera porque el PSOE entero padece todavía ese trauma. Las herencias solo sirven para los abogados y notarios extorsionadores de viudas, así que Crespí deja un vasto recuerdo, el legado que no admite distorsión. Le vi por última vez a las puertas del Teatre Nacional de Catalunya, pero los científicos saben que el pasado y el futuro son convenciones. Siempre me extrañó que el profesor de la ciencia inexorable tuviera esa capacidad de ponerse en lo mejor, tan urgente hoy.
