Hay jefes de gobierno y jefes de gobierno. En las situaciones difíciles es donde se pone a prueba su capacidad de liderar. De la actual crisis sale, por ejemplo, muy fortalecida la primera ministra de Nueva Zelanda que, además de manejar con envidiable soltura la delicada situación, ha decidido recortar su salario y el de los ministros en un 20 por ciento los próximos seis meses, para mostrar solidaridad con los afectados por el brote.
Para que nadie se anticipe, porque suele ser habitual en un asunto de esta índole, no se trata de demagogia; el sentido oportunista queda evidentemente relegado por la magnitud de la tragedia. Se trata de liderazgo solidario, de decencia ejemplarizante, de compararse a los demás desde la más alta posición responsable. A los que están enfermos y a los que ven cómo sus salarios disminuyen por las regulaciones temporales de empleo o pierden sus puestos. No importa de qué partido es la laborista Jacinda Ardern, de la que no muchos en las antípodas habíamos oido hablar hasta estos días por su determinación para combatir la emergencia sanitaria.
Da igual porque esta no es una crisis asociada a las ideologías, es una catástrofe de unas dimensiones que no recordaba la humanidad. La primera ministro neozelandesa dijo que es importante que los políticos mejor pagados demuestren "liderazgo y solidaridad" con los trabajadores y quienes han perdido sus medios de vida. Inmediatamente se han sumado la directora general de Salud, que encabezó la respuesta sanitaria al virus, y el líder de la oposición. Igual que aquí.
Algunos datos que prueban el acierto de la gestión de Ardern: Nueva Zelanda ha impuesto un encierro madrugador durante tres semanas; a nadie se le permitía salir de sus hogares, excepto por necesidades o un breve respiro de aire fresco. Más de 1.300 personas han sido infectadas con el virus, y hay nueve muertes registradas, todas de personas mayores con malas condiciones de salud preexistentes.
