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Mar Ferragut

Ofendidos por los ofendidos

El otro día de casualidad volví a ver (o revisité, que dicen los culturetas pedantes) Loca Academia de Policía. No recordaba mucho más allá del tipo ese que hacía ruidos con la boca. Sabía que me había reído, que era una comedia que cumplía su misión. En este segundo visionado (no pierdo la fe en que algún día se me acepte como cultureta, aunque sé que de momento las referencias cinéfilas que estoy citando no me llevan por buen camino), me reí, pero con más de una broma también me tapé la boca con las manos, en un gesto de escandalizada señora del siglo XVI, con risa nerviosa y sonrojo incluido.

Lo que al ver la película en los 90 era risa inocente, ahora es risilla incrédula y algo culpable: ¿Acaban de decir lo que acaban de decir? ¿Acaban de hacer la broma machista y/0 homófoba que acabo de ver? La película no se sostendría ahora, ya no somos los de los 90 y la peli huele a rancio que tira para atrás. Y es un ejercicio recomendable revisitarla para darse cuenta. Por cierto, Eddie Murphy ha anunciado una secuela de El Príncipe de Zamunda (lo sé, me estoy pasando de pedante con esta segunda referencia). También dará para análisis social y audiovisual ver cómo la productora enfoca este hit ochentero 30 años después.

Plataformas como Filmin, HBO y Netflix nos permiten ser dueños de nuestro destino como espectadores. Y también echar un ojo a lo que entretiene a la gente de otros países. Y ahí, el catálogo de shows de monólogos son una gran fuente para entender por ejemplo de qué y cómo ríe la mayor productora audiovisual del mundo (con permiso de La India): EEUU. Y allí ha encontrado su sitio un inglés que atrae y repele al start system a partes iguales. Es Ricky Gervais. El presentador de los últimos Globos de Oro (y él está convencido de que serán los últimos y definitivos después de los mandobles que repartió a diestro y siniestro entre los invitados) se ha tomado como una misión personal dinamitar los límites del humor. Ni niños, ni feminismo, ni enfermedad, ni muerte, ni identidad sexual, ni religión. Él se lanza al campo de minas y hace la croqueta buscando pisarlas todas. Y le funciona. Su Humanity es el monólogo más visto del extenso catálogo de la plataforma (a mí me transformó en la escandadalizada señora del siglo XVI antes citada). Hace dos semanas agotó localidades en Barcelona con Supernature.

Tiene su público de admiradores, que pagan por verle, y su público de detractores, que le dedican furiosos tuits. Él es consciente y sabe que igual que él reparte ("la comedia funciona cuando hay golpes bajos"), también tiene que encajar los golpes de vuelta de aquellos que no lo soportan. Lo acepta (y gana unos millones por el camino), como entiendo que también aceptará la nueva oleada de mujeres comediantes que ponen en la diana precisamente a los señores blancos heterosexuales como él. Una nueva mina a explotar.

Con la libertad de expresión la madeja está cada vez más enredada y las redes sociales propician casos nuevos cada día. Hay personas que consideran que un juez debe resarcirles por haberse sentido ofendidas por lo dicho por otra persona. Ojalá un juez pudiera condenar a todos los que me han hecho llorar en mi vida ¿Ha llegado mi momento: empieza la era de los sensibles?

No veo claro dónde exactamente está recogido el derecho a no sentirse ofendido, cómo se mide el grado de ofensa y cómo se discrimina ésta del peligroso y sí perseguible fomento del odio. Pero de llegar a prosperar esta absurda judicialización podría sacarme una pasta en indemnizaciones (¡atrévete con las rubias, Gervais!). Mientras, si me golpean con palabras, contestaré con palabras también. Que la libertad de expresión también incluye eso. Que el arte (incluyendo viñetas como la de Lluïsa Febrer usada por Terraferida) ha de generar debate y reacciones, también negativas. Por eso me fascinan los que se ofenden con aquellos que llaman los "ofendiditos". Son los subofendiditos. No cabremos en los tribunales.

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