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¿Qué fue de Martín Prieto, viejo?

Hay un síndrome en la naturaleza humana que consiste en negar a los maestros y silenciar a aquellos amigos de los que se aprendió, o colegas cuyo conocimiento se vampirizó. Y sólo citarlos si hacerlo viste en el ambiente donde se citan. Este síndrome -por otra parte tan extendido, entre jóvenes y no tanto- implica una tacañería moral paralela a una mezquina visión de la vida (y de sí mismos) y revela, sin duda, una sociedad sin capacidad de generosidad, ni de agradecimiento.

En los años 70/80 los periódicos conservaban la tradición del colaborador como uno de los signos distintivos de su cabecera. Digamos que en ese sentido hubo una Edad de Plata correspondiente a una época donde se estaba agotando un régimen político y abriéndose paso otro y eso fertilizó -perdón por la expresión- las páginas de los periódicos de manera inusitada. Surgieron nuevos diarios muy poderosos y los viejos miraron de agiornarse. Francisco Umbral fue la estrella que con los años se robarían unos periódicos a otros y esa estrella creó una mitología de la Transición y sus personajes que, aunque poco frecuentada ahora, deberá acudirse a ella cuando se quiera analizar en serio -y no con voluntad de derribo, como ahora- lo que pasó. De lo más trascendental a lo más frívolo. Como se acude o acudía -dicho sea de paso y sin ánimo comparativo- a Galdós para explicarse la historia del XIX español.

Pero hubo más: de la vieja escuela -como un consejo de grandes sabios- daban sus últimas boqueadas Josep Pla, Augusto Assía y Horacio Sáenz Guerrero. Y estaban en plenitud -cada uno en su estilo- Vázquez Montalbán, José Luis de Vilallonga, Manuel Vicent y un largo etcétera en el que estiraban el cuello para sumarse a la vistosa carrera los y las más jóvenes. Entre un grupo y otro se encontraba el periodista José Luis Martín Prieto cuyas crónicas del juicio del 23-F fueron extraordinarias. De todos ellos -los citados y los que no, porque no quiero convertir esto en un listado- aprendimos mucho. Aprendimos a escribir en los periódicos, quiero decir. Nadie que esté entre los 60 y los 70 y escriba en ellos es ajeno a la benéfica sombra de unos y de otros. Sin olvidar que en todos aquellos colaboradores, columnistas y cronistas existía algo muy importante que se ha ido desmadejando con el tiempo: voluntad de estilo.

Esta semana ha muerto José Luis Martín Prieto y ha sido -disculpen la comparación- como si se muriera el gato. Unas pocas líneas, un par de sueltos y algún escaso artículo recordando con demasiada ligereza que existió. Nada más. Y créanme los que no lo recuerden, o no lo vivieron, que a principios de los 80 nos asomábamos a El País con entusiasmo para leer sus crónicas. Un periódico también contribuye a "hacer" a un cronista. Muchos han sido los casos que -normalmente por una sustanciosa oferta, cuando estas, ay, existían en los periódicos- al cambiar de medio pareció que se hubieran ido a veranear al Triángulo de las Bermudas. Cambiar de periódico a veces trae suerte, pero otras -la mayoría- no. Recuerdo ahora el caso del también fallecido, muy joven, Joan Barril: su meteórica ascensión en El País, convertido en otra estrella del columnismo, y su progresivo eclipse a medida que fue cambiándose de medio. Éste es otro de los misterios del periodismo en papel, que tampoco parece que goce de muy buena salud.

A MP -así lo llamaban sus colegas- le ocurrió algo parecido: de El País -donde lo fue todo, subdirector incluso- a los distintos medios donde se estableció, su eco fue disminuyendo con cada cambio. Pero de vez en cuando se oía su voz cargada de sentido de la justicia contra ETA y sus cachorros, por ejemplo, y algunos recuerdan aún sus crónicas sobre la transición política en Argentina. Los más nos hemos de remitir siempre a sus crónicas del 23-F. ¡Qué buen cronista hubiera sido del juicio al procés! Pero quizá el escaso eco de su muerte nos indique que nuestro mundo ya no es de este mundo, no sé, me resisto a creerlo.

Un escritor puede desaparecer de lo público y el misterio de esa desaparición, aunque sea después de muchos años, provocará su resurrección de una forma u otra. Como mínimo convertido en personaje, precisamente por su silencio. Ha ocurrido muchas veces: piensen en el triestino Roberto Balzen, en el popular caso de Salinger, o en el sfumato de Patrick Süskind, mundialmente famoso a través de El perfume y escondido de las pompas mundanas después. ¿Qué ha sido de él? Pero un periodista, cuando desaparece ya no regresa, ni le hacen regresar. Ni aunque sus amigos reúnan sus crónicas regresa... Efímero como el papel de periódico, es un pecio que ni siquiera flota de una época que ya no se entiende. Prefiero pensar que no será éste el caso de MP porque si lo es querrá decir que una porción más de olvido maléfico se ha extendido como la peste en nuestro país. Y tras eso, como vamos viendo, pocas cosas buenas llegan.

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