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Adiós a los Siete Reinos

Hace años, un primo mío me habló de las novelas de un tal George R. Martin, a quien yo desconocía por completo. Y tanto su presentación física -los libros en sí- como el aspecto del escritor norteamericano, me parecieron muy alejados de lo que este primo mío me había comentado tan elogiosamente. Mitos clásicos, Historia, tabúes rotos, leyendas artúricas, Shakespeare, tierras imaginarias€ y, sobre todo, me dijo, una capacidad extraordinaria para conducir múltiples relatos al mismo tiempo, sin ninguna clase de desfallecimiento narrativo. La cosa prometía, pero la imagen del autor era de un mundo muy distinto a todo eso. Volví a mirar su fotografía y lo confundí con un motorista de esos que aparecen en las películas norteamericanas, con chupa de cuero negro, gorra de lo mismo, muchas tachuelas y aspecto de cometer alguna animalada. Y sin embargo, todo aquello que me decía mi primo, habría entusiasmado, por ejemplo, a Borges.

Al poco estrenaron en televisión la primera temporada de Juego de Tronos. Desde entonces hasta el lunes de esta semana, que finalizó, he visto las ocho temporadas al mismo tiempo que las emitían. ¿Completas? No, exactamente. En algunos capítulos me he dormido, en otros me he hecho un lío y otros no los vi porque tenía otras cosas que hacer o no me encontraba en España. Pero en general he visto la serie más o menos entera y me gustó. Hasta las últimas dos temporadas, donde la mano del escritor desapareció para convertirse en una serie escrita por guionistas sobre episodios que George R. Martin no había escrito nunca, ni habría escrito nunca así. La urgencia y celeridad de la televisión -otra vez más- habían vencido a la literatura. Y el autor había vendido el desenlace de sus personajes por un buen puñado de dólares. El resultado, a mi modo de ver, ha sido un fiasco. Especialmente en la última temporada, que ha entrado de lleno en la simple tomadura de pelo. Y lo que es peor, sospecho: sin ser conscientes de ello.

Porque seguro que guionistas y productores, empapados del mundo novelesco de George R. Martin, creyeron que habían planteado un desenlace muy meritorio. Y lo único que han hecho ha sido destrozar el relato y machacar a sus personajes. Por no hablar de la rotura del ritmo -Martin con cada uno de los episodios hubiera escrito una serie entera- y la incesante sucesión de disparates. Que ya es decir en una serie fantástica, con dragones, gigantes y lo que haga falta. En esta última serie cada capítulo era más decepcionante que el anterior y la tragedia que se escondía tras cada uno de ellos se convertía en una disparatada comedia de a ver quién da más y más rápido. Mientras tanto, todos los periódicos comentaban el capítulo emitido y los por emitir -ojo: hay spoilers, era el lema habitual- como si fueran una importante noticia política, pero no cultural. Nunca a la cultura se le ha hecho tanto caso en prensa. Otra cosa es la tele, claro. ¿Por qué? Aventuremos una teoría.

Pensemos, por ejemplo, que ya vivimos en un tiempo cero donde todo es inaugural porque nada de lo que ha pasado cuenta. Fukuyama habló hace años del fin de la Historia: pues algo así. Un fin de la Historia donde todo es nuevo por repetido que sea. Ya nadie asume el pasado porque el pasado es obra muerta que nos ha conducido hasta aquí: hasta este fin sin principio. La pantalla de televisión es la cueva de la que habló Platón con sus sombras incluidas. Y Juego de Tronos el relato de otra civilización que nos precedió y que en la nada actual, sirve como constructo de lo que fuimos y ya no sabemos que fuimos. Escrituras sobre la tabla rasa, palimpsestos de un tiempo que ya no es.

Lo pensé el día -ya lejano: ocho temporadas son mucho tiempo-, en que uno de esos nuevos políticos actuales le regaló el juego de Juego de Tronos al Rey. Como si fuera un gran hallazgo la ocurrencia. Había en ese regalo la voluntad de ilustrar sobre la política por parte de alguien que, de haber nacido veinte años atrás, sabría que precisamente las monarquías llevan tatuadas en su memoria genética todas las posibles tramas de la Historia, sus mitos y sus precedentes. Todas. Es sólo un ejemplo del estado de cosas. Y como no se sabe que fuimos eso -por esto se le llama literatura fantástica- se cree que podemos volver a serlo. O directamente, que lo somos. De ahí, también, su éxito, supongo. El éxito, por otra parte, de todos los relatos que en el mundo han sido y que nos conforman. O nos conformaban, repito. De momento Invernalia, de mano de su reina Sansa, se ha declarado independiente de los demás reinos. Y uno se pregunta si entre los productores o guionistas hay dinero procedente de Escocia, o de Cataluña, y lo de Invernalia es la proyección de un deseo. Ya todo es posible cuando todo es nada y hay tanta intención de que así sea.

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