Diario de Mallorca

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Un deseo llamado tranvía

Qué delito habremos cometido en esta isla para que todavía no podamos disfrutar de lo que desde hace mucho tiempo es normal en la mayoría de aeropuertos del mundo. Me refiero a la opción del tranvía (o tren, o metro, llámenlo como quieran) ¿Por qué estamos condenados a ir y venir del aeropuerto sobre el asfalto como única vía a diario atascada? No me digan que tras aterrizar en Son San Joan no echan de menos esos carteles azules tan frecuentes en el aeropuerto de origen con los tres símbolos del tren, el bus y el taxi. Sobre todo al pasar por la caja del parking o abonar la carrera del taxi.

Extraña (o no) que en términos de movilidad no hayamos sido nunca capaces de concebir Mallorca como lo que es, una metrópoli en la que, de haber tenido la mentalidad de aquéllos que hace más de cien años impulsaron el metro en las grandes capitales europeas, hoy dispondríamos de un red ferroviaria que haría prescindible el uso del vehículo de cuatro ruedas, sea público o privado. Sospecho que la mentalidad de un pueblo es directamente proporcional al tamaño del territorio que habita. Puede que eso explique lo del trambus, una timorata propuesta con el sello inconfundible de "lo nostro", que ni siquiera sabemos si ya cuenta con el beneplácito del lobby del taxi. Ya saben, no es nada personal, solo son negocios.

Viena, Amsterdam, Friburgo, Nantes, Bruselas, Copenhague, Zurich son, entre otras muchas, ciudades que amamos visitar y que desde hace décadas, a diferencia de Mallorca (una gran ciudad) apostaron seriamente por una movilidad sostenible, cuando aquí lo moderno y bien visto era tener coche, no tanto por necesidad como por exigencia social. Sacarse el carnet de conducir formaba parte del ritual de acceso a la mayoría de edad, rindiendo culto al coche como tótem del éxito y renunciando para siempre al uso vergonzante del transporte público. Nuestras autoridades, siempre más atentas a lo que quiere el pueblo que a lo que necesita, eliminaron tranvías y líneas de tren, y diseñaron y construyeron y ampliaron y siguieron ampliando avenidas, carreteras y autopistas, convencidos de que la mejor solución para una diarrea es un orinal más grande. Y en esas estamos cuando algo llamado cambio climático, anunciado desde hace tiempo por unos melenudos fracasados que iban en bici, toca a la puerta de nuestra realidad y hace añicos el sueño de un crecimiento económico exponencial. Y como tantas veces, la historia nos pilla con el pie cambiado y pensando en otra cosa más entretenida.

Cuando, tímidamente, es cierto, se empieza a cuestionar incluso el papel escasamente sostenible de los aviones, y seguimos atascándonos y atacándonos de los nervios sobre el asfalto como única opción para ir al aeropuerto, lo más intrépido que se nos ocurre para recuperar el tiempo perdido en cuestión de movilidad es un trambus. Candoroso. Si fuimos incapaces en el pasado de apostar por lo que se debía hacer, al contrario de tantas ciudades europeas, ahora, tal vez ya demasiado tarde, no nos queda otra que elevar la apuesta. Aunque bien mirado, si en breve van a prohibir hasta los aviones y nuestro querido aeropuerto se convierte en un espacio Mad Max, mejor lo dejamos todo tal como está; el ahorro en vías de tren encima nos dejará como los más espabilados, algo que nos resulta irresistible. "Ja ho verem venir, ¡saps que ho som de vius a Mallorca!".

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