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Mercè  Marrero

La suerte que he tenido

Mi amiga Mariona no pasaba de puntillas por la vida. Era una persona de principios, con sentido del humor y mirada azul. Los que la conocimos somos personas con suerte

El mismo día que mi compañera Mariona y yo conocimos al periodista Ramón Chao, también descubrimos sus tatuajes. Bueno, solo algunos. Quedamos con él en el club de este periódico para organizar un debate en el que participaría junto a su colega, el director de Le Monde Diplomatique, Ignacio Ramonet. Congeniar con Ramón Chao era fácil. Hablamos de música, hijos, pintura, amor, Mallorca, política y tatuajes. A medida que avanzaba la conversación, Chao nos iba mostrando los dibujos que adornaban sus brazos y su torso e informando sobre sus autores. Toda una clase magistral de ilustraciones sobre piel, de periodismo y de vida. Y es que trabajar en este periódico, a veces, viene con obsequio.

Mariona y yo también tuvimos la oportunidad de conocer al historiador Yuri Felshtinski, una de las últimas personas que habló con el espía envenenado con polonio radioactivo, Aleksandr Litvinenko, y autor del libro Rusia dinamitada. Pasó unas horas en el Club Diario de Mallorca compartiendo sus tesis sobre quién estaba detrás del asesinato. Tras la charla, fuimos a cenar y acabamos cantándole Kalinka. Para ser del todo honesta, yo cantaba mientras Mariona reía y se tapaba los ojos. Su sonrisa era grande. En otra ocasión, conocimos a un empresario que nos desveló una teoría conspirativa sobre una supuesta invasión de trabajadores orientales y su total convencimiento de que, antes o después, un tsunami alcanzaría las costas mallorquinas. No sé si he vuelto a experimentar una dosis de surrealismo tan extremo como aquél. Ella y yo recordamos esa noche durante tiempo. En momentos de tensión, una de las dos decía tsunami y el ambiente se relajaba. Se convirtió en nuestra palabra comodín. Una madrugada recogimos en el aeropuerto a la Premio Nobel de la Paz Shirin Ebadi, y muchas tardes recibimos a políticos, activistas, científicos, escritores, humoristas y periodistas en el club de este periódico. Colaboramos en la radio y en la tele y, entre charla y charla, debate y programa, acabamos haciéndonos amigas. Una amistad de las buenas. De las cómodas. De las que no exigen nada. "Marrero, tranqui", me decía y todo volvía a su lugar. Tomábamos café, comíamos de bocatas, compartíamos mesa y ordenador. Confiábamos la una en la otra y jamás disimulamos. Una gran suerte para mí.

A Mariona le precedía su mirada, una mirada limpia y azul. Tenía una presencia compacta, era discreta, pero no pasaba de puntillas por la vida. Dominaba el castellano y el catalán, lo dijo Matías Vallés. Sí, era una perfecta asesora lingüística. Perfecta porque era intuitiva, práctica y poco academicista. Hace poco me envió un mensaje sugiriendo un cambio en una traducción que yo había hecho. Sí, señora. Jamás se conformó con la mediocridad, pero siempre rectificaba con cariño a quienes la practicamos alguna vez. Tenía la sonrisa fácil, era buena cocinera, buena hija, hermana y amiga. De pelo corto, uñas a ras y zapato plano. Me regaló unas deportivas de colores. Las que llevo mientras escribo. Las que dejaré de llevar a partir de hoy porque quiero guardarlas para siempre y no quiero que se rompan. Sí, también lo dijo Matías Vallés: "Quisimos tanto a Mariona Gené González, que nunca imaginamos que tendríamos que llorarla". Cierto. Y cierto es que la seguiremos llorando. Tan cierto como que tuvimos la gran suerte de haberla conocido.

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