Diario de Mallorca

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Picaresca cultural

La cultura tiene gran facilidad para crear parásitos en torno suyo. La famosa frase de Goebbels -'cuando oigo la palabra cultura echo mano de la pistola'- fue lúcidamente sustituida por otra de Vázquez Montalbán -'cuando oigo la palabra cultura echo mano de la cartera'-. Y es cierto que alrededor de la cultura circulan los parásitos -a veces necesarios como las rémoras en los tiburones- dispuestos a sacarle ciertos réditos. Ocurre en la política, en el negocio y en el brillo social. Y a menudo, antes de estar en lo público, de haber hecho dinero, o de querer figurar en todas las salsas, los protagonistas de esta ansiedad parasitaria apenas habían visitado una galería de arte, desconocían la literatura de su país y lo mismo las salas de conciertos.

Pero luego están los que contemplan la cultura como un medio de subsistencia y si cabe, de enriquecimiento. No hablo de artistas, escritores y otros, que están en su pleno derecho. No sólo en su derecho: ocurre con demasiada frecuencia que el único lenguaje que despierta respeto en el mundo ajeno a la cultura es el del dinero. Si lo produce se la mira de otra manera. El caso más evidente en Mallorca -cuando yo era joven- fue el de Miró. Se criticaba su arte desde el desconocimiento y la ignorancia, el paletismo total incluso, pero que ganara dinero -y mucho- con él, cerraba luego todas las bocas y despertaba incluso la voluntad de acercarse al mundo del artista para poder presumir. Pero no me refiero a eso, sino a aquellos que ven en la cultura un trampolín de su ascenso laboral y social, una forma de modus vivendi con relumbrón y rictus quejumbroso, o ardor ideológico, según su carácter y objetivos.

Y luego están los que -tiempos obligan- incorporan la cultura a su espacio como decoración provechosa. Otra forma de rédito. Lo pensé hace unos días mientras me alojaba en el Hotel de Las Letras, de Madrid, y leía una cita de Montaigne en una de sus paredes. Me acordé de algo que me había ocurrido hace ya años aquí en Mallorca. Y como hoy hay que escribir de cosas ajenas a la política, no es mal día para contarlo. Como quien cuenta un cuento, sí, pero un cuento que también nos retrata.

Me llamaron de una agencia de publicidad o de asuntos culturales -tanto da, en este caso- para solicitar mi permiso para reproducir unos versos o un fragmento de prosa, ya no recuerdo, en las paredes de una habitación de un hotel en proceso de reforma. La persona que me llamó era una persona civilizada, amable y, digamos, culta. Quiero decir que no era un recién llegado con el puñal entre los dientes y una idea raquítica o inexistente de lo que es la literatura. Le contesté que no tenía inconveniente y que le daba las gracias por haberse acordado de mí. La conversación continuó en lo formal y cuando parecía estar finalizando, lancé la pregunta (acordándome de paso de Josep Pla):

-¿Qué van a pagar por esto?

Se estableció un repentino silencio sorprendido y luego vino la respuesta que me temía: 'No se ha pensado en pagar nada y es usted el primero que me lo pregunta; ninguno de los demás escritores consultados me lo ha preguntado'.

Sonreí como un pirata marrullero, que era donde me colocaba su frase: el supuesto altruismo de los demás, el supuesto interés material de quien suscribe. Entonces volví a preguntar:

-Una vez reformado este hotel, ¿se mantendrán los precios actuales o subirán?

-Sí, supongo que subirán precios y es probable que ascienda de categoría, respondió.

Insistí:

-¿Y usted cobrará por su trabajo?

-Sí, claro.

-¿Y la agencia de publicidad que lleva esta campaña y ha ideado esta clase de reforma ornamental, cobrará también?

Me volvió a decir que sí, que por supuesto.

-¿Entonces por qué no han de cobrar los escritores que dejen reproducir un fragmento de uno de sus libros?

Y maticé: 'mire: nadie está hablando de una suma respetable de dinero, si no de algo simbólico que implique cierto respeto hacia la materia que se quiere utilizar en beneficio propio. Ningún escritor podría pedir más allá de la birria de treinta o cincuenta euros si se ajusta a los derechos de autor y la proporción -mínima- del texto, pero les correspondería a ustedes ofrecerlo. Y si no querían gastar más dinero, ofrecer, por ejemplo, una habitación de hotel una noche -habitación que la mayoría de nosotros no emplearía- y aquí paz y después gloria'.

La persona en cuestión titubeó, para repetir como argumento defensivo: 'tiene usted razón, pero hasta ahora ningún otro me había dicho nada al respecto; a todos les parecía bien y no hay partida presupuestaria para eso'.

Acabáramos€ Esta es la otra parte del juego, a la que se suman a veces mis colegas sin pensar el daño que hacen a su oficio: la vanidad. Hay bastantes que con tal de ver un texto suyo en la pared de donde sea, o su foto en una pancarta, o su nombre en un folleto publicitario, ya se dan por satisfechos y encantados de conocerse. Y así no hay quien llegue a buen puerto. Al mismo puerto al menos donde nadie discute por pagar animaladas al fontanero, a un decorador, o a un artista soi-disant que planta unos hierros en la rotonda de una autopista.

-Pues mire- le contesté- mi vanidad la tengo cubierta por otras cuestiones y no me parece muy ortodoxo cómo se ha planteado este asunto. Nada de esto me parece bien planteado y como comprenderá no es por los cincuenta euros, ni por una hipotética noche de hotel. Por nada de esto es y sí lo es por respeto; el que se debería tener hacia la literatura, que no es en origen un arte decorativo, aunque pueda serlo. Y eso debería anular a priori cualquier afán parasitario de la misma. O sea que no cuenten conmigo y bien que lo siento. Que las cosas sean así, digo.

Más o menos, así fue nuestra conversación. He de añadir, para evitar confusiones malintencionadas, que le tenía y tengo cariño a ese hotel, a cuya cafetería iba los dieciocho años con una novia de entonces y guardo buenos recuerdos de esas paredes. O sea que me hubiera gustado permanecer en ellas, pero€

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