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Los noventa años de Rafael Perera

Transcurrían los primeros meses del frío invierno de 1977, yo tenía 17 años y estaba estudiando el primer curso de la Licenciatura en Derecho. Como un reguero de pólvora, corrió por la Facultad la noticia de que en la Audiencia de Palma iban a juzgar a un hombre convicto y confeso de haber matado, de una atacada, a su esposa y a cinco de sus hijos y de haberlo intentado con otros dos, que felizmente habían podido escapar. Era lo que entonces se llamaba un "parricida múltiple", cuya sanción prevista por el Código Penal era, al concurrir numerosas agravantes (incendio, nocturnidad, premeditación y alevosía), la de pena de muerte. La expectación en la calle era, como es fácilmente imaginable, vivísima.

Varios compañeros de estudios decidimos, en parte por interés académico y en parte por morbo, ir a la Audiencia a presenciar la vista, y allí nos desplazamos el día señalado. Los hechos estaban probados y confesados. Por tanto, el interés principal se centraba en ver cómo el abogado defensor intentaría evitar que le cayeran a su defendido las varias penas de muerte que, según el Derecho Penal entonces vigente, le correspondían. Era la primera vez que veía a Rafael Perera Mezquida. Era un hombre de mediana edad, elegante en el porte, pulcro y preciso en el lenguaje, educado y cortés en las formas y de extraordinaria preparación jurídica. Tuve la impresión de que, en aquel juicio, no había dejado nada a la improvisación, que cada palabra que pronunciaba y cada gesto que hacía habían sido minuciosamente calculados en beneficio de aquel asesino que, visto de cerca, parecía muy poca cosa. Habló de los delitos y las penas, citó a los filósofos Immanuel Kant y Georg W.F. Hegel, se apoyó en los penalistas Cesare Beccaria y Francesco Carrara. Esgrimió con brillantez todas las armas de la oratoria forense, poniendo de relieve un conocimiento muy profundo del Derecho extranjero y de las más modernas corrientes del pensamiento punitivo. Tras todo lo cual, con no poco esfuerzo, consiguió su objetivo: el procesado solo fue condenado a treinta años de cárcel.

Recuerdo que, a la salida de la vista, impresionado por la magnífica obra de teatro judicial que había contemplado, pensé que no era extraño que el abogado Perera fuera el más prestigioso y el más caro de Mallorca, pues lo segundo estaba en lógica consecuencia con lo primero? Sin embargo, muchos años más tarde, de forma casual, supe que Rafael Perera defendió a aquel desgraciado "de oficio", es decir, de forma prácticamente gratuita.

Mucho tiempo después, Rafael y yo nos conocimos y simpatizamos, nos cruzábamos, de tanto en tanto, alguna carta o felicitación con motivos diversos. No fue, sin embargo, hasta su ingreso en el Consejo Consultivo (2004) cuando nos empezamos a tratar con asiduidad y nos hicimos, en muy poco tiempo, grandes amigos. "Amigos íntimos", en la terminología de nuestras leyes.

Sentados en la misma mesa cada semana en los plenarios del Consejo Consultivo, ante voluminosos expedientes que dictaminar, pude descubrir su hondura jurídica, su bonhomía, su caballerosidad, su voluntad de acuerdo y, sobre todo, su honestidad intelectual. En efecto, Rafael Perera es un católico tradicionalista y conservador, pero ello no le disminuye un ápice su independencia de criterio y su defensa, por encima de su ideología política, de la Constitución y los valores que la sostienen. Una anécdota dará fe de ello. Siendo Rafael presidente del Consejo Consultivo y ante cierto dictamen que el Gobierno consideraba de mucha importancia, fue llamado a capítulo por uno de sus miembros. Este, confundiendo ideología con servilismo, le indicó en qué sentido debía votar e incluso, posiblemente ante su insustancialidad intelectual, llamó a un funcionario de alto nivel para que ilustrará a Rafael Perera sobre qué argumentos podía utilizar para defender aquella posición que tanto interesaba al Gobierno. Rafael aguantó la situación con la máxima dignidad, aunque le hervía la sangre y tuvo que morderse la lengua. El día del plenario del Consejo Consultivo votó de acuerdo con su criterio jurídico, que era el antagónico al que le habían sugerido "desde arriba". Esto provocó que el insustancial político le llamará "traidor" y, tal vez, a la postre, que no fuera renovado en el alto órgano de consulta. Rafael me guardará de mentir.

He querido recordar estas dos anécdotas, separadas por más de cuatro décadas, hoy que el abogado Perera Mezquida cumple los noventa años. Provecta edad a la que ha llegado lleno de la vitalidad física e intelectual que le permite, cada día, entrar a trabajar en su despacho a las siete y media de la mañana.

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