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María Amengual

Los derechos de las vasijas

No me cuesta imaginar un futuro distópico de granjas de mujeres -pobres, eso sí- destinadas a procrear como conejas para que otros satisfagan su deseo de tener hijos

Siempre he querido tener hijos. He dejado relaciones porque mi pareja no quería. Y ahora -ironías de la vida-, puede que sea yo quien no tenga descendencia porque se me está pasando el arroz. Traer al mundo a una persona es una de las decisiones más importantes que se pueden tomar en un proyecto vital. Por eso, la maternidad responsable ha sido siempre para mí una condición sine qua non. Nunca he querido ser madre de cualquier manera. No todo vale para satisfacer ese deseo.

Cuando se lucha por un objetivo, es conveniente tener claro cuáles son las batallas a las que hay que dedicar energías y diferenciarlas de las superfluas, prescindibles. Lo digo porque rara vez se conquistaron grandes derechos sociales reivindicando estupideces. Uno de los grandes desafíos del siglo XXI es el feminismo: la lucha por la igualdad entre hombres y mujeres. Hay grandes asuntos pendientes de resolver mientras nos dedicamos a discutir si los adjetivos de una terminación discriminan lo femenino, como la violencia de género o la prostitución.

Uno de ellos son los vientres de alquiler. La gestación subrogada, si queremos taparlos con una pátina de moralidad. Se disfrazan de altruismo, cuando en realidad no suponen sino abrir la puerta a la mercantilización de los seres humanos. No me cuesta imaginar un futuro distópico de granjas de mujeres -pobres, eso sí- destinadas a procrear como conejas para que otros satisfagan su deseo de tener hijos. Si buscan en Google 'gestación subrogada', les aparece automáticamente una sugerencia: Ucrania. Un país donde esta práctica es legal y donde sale mucho más barato encontrar un recipiente para gestar un bebé.

'Ucrania es, por sus precios económicos y seguridad legal, un destino privilegiado de gestación subrogada', reza la primera entrada de esa búsqueda en Google. Como si fuera un crucero por las islas griegas. Como si rubricar un acuerdo en el que una mujer con necesidades económicas renuncia al derecho de filiación de un feto al que ha llevado dentro 9 meses fuera equiparable a un fin de semana en Port Aventura. Como si no importaran los cambios físicos, hormonales, psicológicos de un embarazo. Como si no hubiera cesárea programada, ni esfuerzos para el desapego. Como si firmar un contrato mercantil para tener y ceder un hijo fuera el súmmum del progreso.

No me imagino a Paris Hilton ni a Ana Botín como madres gestantes. Casi todas las que lo son tienen necesidades económicas. Como mujer, no concibo a ninguna fémina entregando al ser que ha engendrado por puro altruismo, cual Teresa de Calcuta. Quienes abogan por regular y legalizar esta práctica, amparándose en la libertad de ser vientre de alquiler, harían bien en revisar el concepto de libertad negativa y los límites del libre consentimiento. ¿De verdad cree alguien que, sin necesidad material, una mujer se prestaría a ser considerada un mero recipiente para un hijo ajeno, renunciando a todos sus derechos como madre y sin posibilidad de arrepentirse? Puede que haya alguna, pero no la mayoría. No, no todo vale para tener un hijo. No es aceptable considerar a un ser humano como una vasija, un mero instrumento al servicio de un deseo. La ética kantiana nos enseñó a considerar al hombre como un fin en sí mismo, no sólo como un medio. La mujer no es un objeto al que se pueda desposeer de sus derechos. Las féminas haríamos bien en armarnos ideológicamente y dar esta batalla.

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