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Antonio Papell

Pues claro que hay que dialogar con Cataluña

La solución al problema catalán, como ha detectado con la sagacidad habitual la mayoría del cuerpo social, no pasa por las medidas represivas, sino por el diálogo y la negociación, es decir, por el camino emprendido por el Gobierno, que se frustró por la obstinación del sector actualmente predominante del soberanismo

El presidente del PP, fiel a su sorprendente deriva hacia la derecha radical, ha arrancado la precampaña electoral previa a las generales estableciendo una disyuntiva entre quienes, como él mismo, llevan preparado el artículo 155 de la Constitución para una aplicación inmediata, rotunda e ilimitada a la autonomía catalana y quienes aún quieren seguir intentando entenderse con el independentismo.

Los expertos constitucionalistas habrán torcido el gesto ante la amenaza de Casado, ya que la Carta Magna deja escaso margen de arbitrariedad a la hora de aplicar el artículo 155 de la Constitución. Empieza diciendo textualmente el precepto que "si una comunidad autónoma no cumpliere las obligaciones que la Constitución u otras leyes le impongan, o actuare de forma que atente gravemente al interés general de España"? Es decir, que la medida excepcional sólo podrá plantearse cuando existan argumentos objetivos para ello, como existían el 27 de octubre de 2017 (el 1 de aquel mes se había celebrado un referéndum ilegal tras la promulgación por el Parlament de dos leyes aberrantes (la de desconexión y la del referéndum) y el 10 Puigdemont proclamó y suspendió la república catalana).

El propio artículo 155 no da tampoco carta blanca al Gobierno en su respuesta a las referidas infracciones: frente a ellas, el Gobierno, previo requerimiento al presidente de la comunidad autónoma y, en caso de no ser atendido, con la aprobación por mayoría absoluta del Senado, podrá adoptar "las medidas necesarias para obligar a aquella al cumplimiento forzoso de dichas obligaciones o para la protección del mencionado interés general". La suspensión sine die de la autonomía o la adopción de medidas de represalia política como la devolución al Estado de alguna competencia no entra, evidentemente, en estas previsiones, salvo que se cometa un manifiesto fraude de ley.

De cualquier modo, la solución del problema catalán, como ha detectado con la sagacidad habitual la mayoría del cuerpo social, no pasa por las medidas represivas sino por el diálogo y la negociación, es decir, por el camino emprendido por el Gobierno, que se frustró por la obstinación del sector actualmente predominante del soberanismo, que quiso negociar lo innegociable (la soberanía). Las dos encuestas publicadas el lunes pasado por la prensa catalana son bien expresivas. Según la de La Vanguardia, la vía adecuada para resolver el conflicto catalán es el diálogo entre gobiernos (52,3% de los ciudadanos españoles) frente a la minoría que propone aplicar el artículo 155 (34,2%). Al preguntar la propuesta más acertada para resolver el conflicto, la reforma constitucional obtiene el 50,4% de votos a favor y el 37,8% en contra; la negociación de un nuevo sistema de financiación el 48,6% a favor y el 33,1% en contra.

Según la encuesta publicada por El Periódico, a la pregunta "¿Cómo cree que debe abordar el Gobierno de España el conflicto catalán?", el 52,6% responde que mediante el diálogo con los independentistas y el 37,3% que aplicando el artículo 155 de la Constitución. En las dos encuestas, si el análisis se limita a Cataluña, los porcentajes de partidarios del diálogo son mucho mayores, como es natural.

Esquemáticamente, el conflicto catalán tiene dos desenlaces posibles: uno de ellos es el del diálogo y la negociación, que no será fácil ni cómodo ni breve, que requerirá mucha paciencia y habilidad y que en el fondo nos conducirá en el mejor de los casos a una prolongación de la célebre "conllevancia" orteguiana. El otro desenlace es el de la confrontación pura y simple, que tiene el peligro de incrementar la masa crítica del soberanismo, hoy por hoy insuficiente para significar un riesgo real de ruptura pero que podría provocar una fractura irreversible si alcanzara cotas cercanas a la unanimidad. No se debe perder de vista que Cataluña, en su conjunto -es decir, la suma de los soberanistas y los no soberanistas-, está irritada con el Estado, ya que se considera maltratada por él (con razón o sin ella, esta no es la cuestión). Sería suicida no entender esta evidencia y jugar a crispar aún más a una sociedad ya muy vapuleada por un conjunto de errores históricos, en parte imputables al independentismo, en parte al Estado español.

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