Diario de Mallorca

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La política, en España, se nos ha vuelto omnipresente. Fagocita el mundo mediático, inunda nuestras vidas y, lo que es peor, llega a condicionarlas. Por culpa de la política se pierden amistades y se destruyen familias. Semejante papel preponderante parecería que nos devuelve al mundo de Aristóteles, cuando la política era la actividad más noble a la que podía dedicarse el ciudadano porque la polis era el propio fundamento de la convivencia. Pero no; la política de ahora se parece más a una especie de comuna de trileros en la que el chantaje se ha vuelto la herramienta mejor a la hora de intentar, si no entenderse, conseguir al menos algunos acuerdos.

Con semejante preponderancia, quienes manejan el mundo de la política deberían dosificar más el espectáculo. Hacer coincidir el juicio de la insurrección soberanista catalana en el Tribunal Supremo con el debate de la ley de los presupuestos generales del Estado es un despropósito. Los periodistas, ya sean de los diarios o de la radio y la televisión, pierden el resuello yendo de un lado para otro sin saber muy bien dónde atender a cada instante. La única ventaja de esa coincidencia en el tiempo es que, pese al empeño del presidente y de sus ministros en separar una cosa y la otra, se ha demostrado que eran la misma y que incluso la interlocutora por antonomasia desde las filas gubernamentales, la vicepresidenta Calvo, condicionó en sus intentos por mantener el acuerdo con los partidos soberanistas la figura del relator a la retirada de las enmiendas a la totalidad del presupuesto presentado en las Cortes.

Ni que decir tiene que semejante sobredimensión política va de la mano de los peores principios: los que intentan anular la separación de poderes. Se trata de algo muy serio porque la primera de todas las constituciones que se lograron, la de los Estados Unidos, ha tenido tiempo sobrado de demostrar la clarividencia de aquellos padres fundadores de la democracia parlamentaria al blindar la autonomía absoluta de cada uno los tres poderes, legislativo, ejecutivo y judicial. Que se plantee en la España actual la presión de la fiscalía en favor de los políticos catalanes presos como contrapartida para que el independentismo apruebe los presupuestos debería ser un escándalo tan grande como para calificar la idea de la democracia que tiene el proceso soberanista catalán.

Aunque, por supuesto, la culpa viene de lejos. Del proyecto del primer Gobierno socialista de controlar a los demás poderes, tan eficaz como para que Alfonso Guerra se ufanase entonces de que Montesquieu había muerto, con la consecuencia de que aún hoy el Partido Socialista y el Popular se reparten los cargos del Consejo General del Poder Judicial. Una política de ese estilo es tóxica, nefasta para cualquier pretensión democrática. Pero ¿quién le pone el cascabel al gato cambiando las leyes con el fin de que, de entrada, elijamos por separado a los diputados y al presidente del Gobierno?

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