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Camilo José Cela Conde

Otro aeropuerto

Si hace unas semanas fue el aeropuerto de Kaliningrado el que saltó a los titulares de la prensa a causa de la polémica que se había montado en Rusia cuando se le quiso dar el nombre del filósofo Immanuel Kant, ahora es otra terminal aérea, la de Santiago de Chile, la que se suma a las protestas. Su nombre actual es el del pionero de la aviación chilena, el Comodoro Arturo Merino Benítez, cosa lógica y coherente donde las haya. Pero una moción parlamentaria de hace siete años se ha rescatado ahora para promover el rebautizo del principal aeropuerto del país con el nombre de quien también es su poeta más conocido y venerado: Pablo Neruda.

Cualquier aficionado a la lectura sabe de sobras que los versos de Neruda sobrecogen como pocos, con su Canto general en la cima de la creación poética por numerosas razones, entre las que se encuentran la persecución sufrida por el libro a causa de las ideas comunistas de Neruda. Son de sobra conocidas las sospechas acerca de cuál fue en realidad la causa de la muerte de Neruda, al poco del golpe de Estado que llevó al infausto general Pinochet al poder. Menos sabido es que Leopoldo Panero, poeta él mismo y padre del mucho más conocido Leopoldo María Panero, arruinó de hecho su carrera en el año 1953 al publicar el Canto personal como respuesta a Neruda, por más que se tratase de los tiempos en que en España imperaba la dictadura franquista. No le faltaba la razón a García Márquez al decir que Pablo Neruda fue el poeta más grande de todo el siglo XX en cualquier lengua.

Pero eso no ha bastado para ponerle su nombre al aeropuerto de la capital chilena. Y la razón del rechazo está en el movimiento Me Too, que le acusa de violador reconocido y padre indigno al abandonar a su hija enferma que murió siendo niña. Cosa que lleva a considerar cuáles son las virtudes del mérito poético o novelístico y en qué medida pueden quedar anuladas por las actitudes extraliterarias de cualquier autor. Abundan los ejemplos de escritores soberbios cuya personalidad, al margen de sus libros, es despreciable. ¿Habría que recordar por ventura las ideas políticas de Céline y de d'Annunzio, o el odio tremendo de Lovecraft por los mendigos? Pero nada de todo eso rebaja ni un celemín el peso soberbio del Viaje al fin de la noche, salvo que queramos mezclar churras con merinas cargándonos, de paso, verdaderas obras maestras de la literatura universal.

Quizá las lecciones a aprender sean otras. La de olvidarse de ir nombrando aeropuertos que están más que de sobras identificados bajo sus denominaciones técnicas y populares. Déjense a los filósofos y a los escritores con sus libros. Y, de paso, saquemos la lección más importante, la de comenzar a mirar con lupa los manejos de quienes, en nombre de un más que justificado feminismo, sacan petróleo para su uso personal convirtiendo en basura algunas obras maestras de la ciencia, la literatura y el arte.

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