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Daniel Capó

Desborde constitucional

Parece evidente que, tras los resultados andaluces, Pedro Sánchez se enfrenta a su peor escenario. De haber convocado elecciones antes del verano, el oleaje del cambio se hubiera movido a su favor. Eran los meses de la descomposición popular y de la mercadotecnia del "gobierno bonito". La proximidad del verano animaba la creación de empleo y alentaba la marcha de la economía. Sánchez podría haberse presentado como un presidente regenerador, sin las manos atadas por sus socios y fiel a su palabra de convocar elecciones tan pronto como fuera posible. Obtener 130 diputados -como le auguraban las encuestas- no era el mejor resultado para los socialistas, pero desde luego preferible a los 84 de la actual legislatura. Los gestos políticos seguirían siendo gestos, aunque nadie hubiera exigido de inmediato hechos concretos. Se trataba de utilizar la misma audacia que mostró al recuperar el control de su partido tras ser desalojado por los suyos, o al ganar la moción de censura contra Rajoy pactando con fuerzas anticonstitucionales. Sin embargo, le faltó ese coraje y se fueron acumulando errores uno tras otro: tácticos y estratégicos, de forma y de fondo. La economía europea empieza a ralentizarse y amenaza con un cambio de ciclo; el populismo continúa cogiendo tracción -ahora en las derechas, antes entre las izquierdas y los nacionalistas-; el ataque al prestigio de las instituciones no cesa y el malestar social se extiende a ambos lados del espectro ideológico. El riesgo del desborde constitucional se acentúa a medida que se cronifica la falta de salidas razonables a una crisis global. Y el tiempo, ese remedio característico en escenarios de estabilidad empieza a escasear.

La llegada del trumpismo de derechas, tras la irrupción de la izquierda podemita y del independentismo, es consecuencia del desencanto de las masas con sus representantes. Son unas elites cada vez más desconectadas de los problemas reales de la sociedad -la famosa "revuelta" que pronosticó hace unas décadas Christopher Lasch-, lo que explica la creciente transversalidad de cualquier tipo de populismo. La crisis de la representatividad y del concepto de la ciudadanía común aboca a la quiebra de las leyes, al asalto a las instituciones, a la continua guerra ideológica entre identidades autootorgadas -sin posibilidad alguna de conexión- y al desvelamiento cruel del poder plebiscitario transformado en una máquina de expresión totalitaria -la falsa democracia que se nos vende como "derecho a decidir", por ejemplo, donde una pequeña mayoría se convierte en juez de los derechos de las minorías.

Y sólo se saldrá de una espiral de estas características si se tiene el valor de aplicar un doble remedio: el dique constitucional -que consiste básicamente en el respeto escrupuloso a la ciudadanía común- y la empatía y generosidad suficientes para dejar de lado los viejos vicios partidistas, asumiendo la necesidad de unas reformas que desborden, no la Constitución, sino la arrogante retórica de los populismos. Eso no supone demonizar a sus votantes, sino comprender y adoptar sus demandas en lo que tienen de justas. Flaco favor nos haríamos al perseverar en un discurso de enfrentamiento visceral que rompe la sociedad en múltiples líneas. La alternativa al consenso democrático ya sabemos cuál es y no resulta precisamente esperanzadora. El PSOE, el PP y Cs tendrán que optar por uno u otro marco: ceñirse a los valores constitucionales, asumiendo su potencial de mejora, o lanzarse en brazos de aquellos que quieren su destrucción.

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