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Marga Vives

POR CUENTA PROPIA

Marga Vives

Esas otras guerras

Berta Cáceres es un símbolo de la resistencia de muchas mujeres de Latinoamérica frente a multinacionales que ocupan sus territorios y explotan los recursos con el beneplácito del poder político. En marzo de 2016 esta activista hondureña fue asesinada y estos días se celebra un juicio en el que su familia no deposita gran confianza. Otra activista, Aura Lolita Chávez, guatemalteca, ha explicado esta semana en Palma cuál es el "mandato de las abuelas"; defender hasta la muerte una tierra que les ha dado la vida y que va siendo pasto de la depredación de empresas principalmente europeas. Son las protectoras de un ecosistema tan amenazado como su líder. Chávez, que ha denunciado las "violaciones, trata y racismo cotidianos" que sufren las mujeres en su país, ha tenido que refugiarse en Euskadi, pero no le tiembla el dedo al apuntar a la española ACS como culpable de tratar de eliminar a la comunidad indígena. Berta, Lolita y muchas otras han logrado ser un estorbo para las oligarquías económicas.

Lo peor del colonialismo fue que las guerras empezaron a librarse en escenarios que estaban fuera de nuestra vista y desde entonces ha sido un poco como cosa ajena, como si no fuéramos con ellas, incluso cuando después nos hemos puesto las gafas de mirar lejos de la globalización. Tenemos una visión selectiva, parcial y limitada de muchos problemas que seguimos arrinconando en la consciencia, como trastos incómodos olvidados en un desván. Pero el largo éxodo de los hondureños hacia Estados Unidos es otra prueba más de que ese mundo -en América del Sur, en África, en Asia- que durante años ha sido considerado de tercera, hasta el punto de diluir pueblos muy diversos en una única nacionalidad impersonal y abstracta, viene ahora a llamar a las puertas del norte para mostrarnos qué estamos haciendo con esa parte del planeta que tanto nos cuesta aceptar como responsabilidad nuestra.

¿Recuerda a Josefa? Yo me he acordado de ella escuchando el testimonio de otros nómadas que escapan todos los días de sus infiernos compartidos. La migrante que el Open Arms rescató en medio del Mediterráneo y puso a salvo en Mallorca sigue hospitalizada y su futuro continúa siendo incierto, pero ha llegado hasta aquí para demostrarnos que lo que sucede en su pueblo nunca está lo suficientemente alejado de nosotros como para que lo olvidemos. ¿Cómo hacer que las cosas cambien en lugares donde la democracia es débil o inexistente si seguimos vendiendo armas a un país como Arabia Saudí?

El Fons Mallorquí de Cooperació i Solidaritat acaba de cumplir un cuarto de siglo. Nació de una campaña que reivindicaba que un 0,7 del dinero de países como el nuestro se destinara a promover las mismas oportunidades en regiones deprimidas social, económica y políticamente. Veinticinco años después, España se queda atrás; salimos a 15 céntimos por cada 100 euros, en lugar de los 46 céntimos que invertíamos hace una década. Es decir, pasamos de reconocer que el mundo es desigual a despreocuparnos de esa injusticia. Los responsables de la entidad advierten de que las migraciones masivas no se detendrán, porque el desespero mueve montañas. Así que vale la pena examinar en qué futuro estamos invirtiendo.

Las batallas regresan al lugar que las provocó, y hoy hacen que miremos al cielo con inquietud, y que invoquemos el cambio climático cada vez que diluvia, como si con solo citarlo se desarticulara su poder detonador. Pero, lo dicen los expertos, "queda mucho por hacer" y la respuesta pasa por cambiar nuestros patrones de consumo y de producción, que hemos tratado de exportar a otras regiones para apropiarnos de sus recursos. De nada sirve alejar geográficamente esa explotación; hoy nos llega su onda expansiva.

Desde nuestro activismo de salón puede que sea difícil comprender que para algunas personas la fe en unos principios, o la supervivencia, estén por encima de su propia integridad física. No acostumbramos a tener a mano conflictos a vida o muerte, pero mujeres como Berta, como Lolita o como Josefa nos enseñan que no han nacido para ser víctimas, aunque nos empeñemos en creer lo contrario.

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