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Eduardo Jordà

Un titiritero

En esta época en la que los ministros, los banqueros, los catedráticos, los youtubers y los actores famosos se proclaman heterodoxos -y lo que es peor, están convencidos de serlo-, muy poca gente sabía de la existencia de un heterodoxo de verdad, una especie de eremita y de hereje estrafalario que se llamaba Guido Ceronetti. Y ahora que Ceronetti ha muerto, a los 91 años, en su casa de Cetona, en la Toscana, los obituarios lo han tenido difícil para definir el arte de este pensador italiano que hizo de todo y en realidad no hizo nada que pudiera considerarse importante ("importante", claro está, según los criterios actuales que establecen quién merece la fama y el interés público).

Porque, vamos a ver, ¿qué fue Guido Ceronetti? ¿Fue un pensador, un poeta, un filósofo, un actor, un asceta, un hebraísta, un titiritero? Claro que sí, fue todas estas cosas porque Ceronetti tenía un teatro de marionetas, trabajaba en montajes teatrales, escribía artículos en los periódicos, publicaba libros de aforismos, traducía la Biblia (su traducción del Cantar de los cantares es una de las cumbres de su obra), practicaba un vegetarianismo radical (no comía carne ni pescado desde 1968 por respeto a los animales) y se dedicaba a destruir todos los tópicos confortables en que se asienta la sociedad contemporánea. Y aun así, seguía siendo muchas cosas más. Un misántropo, por ejemplo. Y un demonólogo que hablaba del Demonio y del Anticristo con la misma naturalidad con que nosotros hablamos de los índices bursátiles o de los estrenos de Hollywood. Y era, además, un pesimista radical que lo ponía todo en cuestión, sobre todo si se trataba de cosas que considerábamos evidentes (cosas, por ejemplo, como el miedo al dolor y la consiguiente obsesión por los analgésicos, o como la política, que le parecía un teatro de locos). Y era, por encima de todo, una especie de sabio: un sabio incómodo, insoportable, excesivo, alguien tan apasionado que soltaba pensamientos como si tuviera un lanzallamas en vez de un cerebro, y al que a veces había que leer con un traje ignífugo si uno no quería quemarse con sus ideas y sus exabruptos.

"Mentira es naturaleza y verdad artificio". Eso decía uno de los grandes aforismos de Ceronetti. Y eso significa que Cerenotti no se dejaba engañar por esa consoladora verdad que nos hace creer que el hombre es bueno por naturaleza. No, para Ceronetti la naturaleza -y por tanto el ser humano- está hecho para engañar, para fingir, para simular. Eso es lo natural. Lo artificial -lo artístico, lo estético, lo difícil- es buscar la verdad y decir la verdad, como hizo Jesucristo o hicieron los profetas bíblicos o hicieron los antiguos maestros de los Vedas o del Tao. Por eso Ceronetti no creía en el progreso ni en el determinismo histórico. Por eso se atrevía a decir cosas que nadie más se atrevía a defender. Y así, hace casi treinta años, cuando fue juzgado en Roma el antiguo capitán de las SS acusado de la masacre de las Fosas Ardeatinas, Ceronetti llegó a defenderlo por escrito con el argumento de que los partisanos que cometieron el atentado que mató a decenas de soldados alemanes eran igual de culpables que el oficial de las SS que tomó las represalias y mató diez italianos por cada alemán muerto. En su momento, decir esto le costó una lluvia de insultos y casi estuvo a punto de ser linchado. Hoy en día no hubiera salido vivo de su casa. Pero a Ceronetti, por supuesto, todo esto le traía sin cuidado. Es más, no creo que le hubiera molestado morir martirizado, o linchado, como esos herejes medievales que inspiraron muchas de sus acrobáticas reflexiones sobre el cuerpo y la comida y el sexo y el té y la salud y la digestión y la vida.

"La elección profunda del hombre será siempre un infierno apasionado antes que un paraíso inerte", decía otro aforismo suyo. Ceronetti optó siempre por el infierno apasionado y decidió vivir tan al margen de la sociedad moderna que al final de su vida tuvo que aceptar una pensión del Estado italiano para artistas necesitados. Fue, además, un pesimista irremediable que se pasaba la vida bebiendo té verde chino y despotricando contra la vulgaridad contemporánea y la mala salud y la obsesión de sus contemporáneos por ser guapos y felices. Fue un misántropo a medio camino entre Céline y Léautaud, dos personajes sumamente desagradables a los que se parecía bastante. Y fue un aguafiestas que disfrutaba con su pobre teatro de marionetas porque sabía que ese teatro de muñecos movidos por hilos invisibles era la manifestación más hermosa de la verdad de las mentiras (y de la vida en la tierra). "Suprimidos los combates de los gladiadores, los cristianos instituyeron la vida conyugal". Así era Guido Ceronetti. Si quieren leerlo, pónganse un traje de amianto.

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