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Libertad, objetividad, sensibilidad...

Asistimos en los últimos tiempos a manifestaciones, individuales o de grupos reducidos, de una radicalidad sin matices y que cargan de razón a quien escribió en su día que la inteligencia y el entusiasmo en defensa de las propias convicciones no suelen andar a la par, lo que se traduce en naderías porque no hay crítica más inútil que la de cualquier estúpido, tomando la parte por el todo.

Ello no supone que la libertad deba subordinarse a la objetividad y cada quien, en regímenes democráticos, está legitimado para exponer cuanto le apetezca siempre que no transgreda el respeto que el prójimo merece, pero cuando se leen o visualizan determinados eslóganes o comportamientos, muchos nos damos a pensar si los autores se habrán parado a reflexionar antes de sentenciar que Tourism kills the city: que destruye la ciudad. Enarbolar la turismofobia como mejor remedio contra una masificación que, efectivamente, crea numerosos problemas, y andarse los de Arran -a modo de ejemplo- vociferando en el aeropuerto, en el Arenal o echando humo frente a cualquier bar, no parece actitud que merezca aplauso. Seguramente no hayan parado mientes en que, de los hechos que sintetizan en una frase, se derivan resultados varios y no todos negativos para esta comunidad, sus empresas o los empleados de las mismas. Y es que exponer solamente parte de la realidad es también, como coger el rábano por las hojas, una forma de alienación homologable a la que critican y, por parcelar, falsa y sesgada a causa de previas convicciones y apriorismos.

La libertad de opinión, escribía Arendt, es una farsa si no va acompañada de información objetiva que es, precisamente, la que se obvia cuando algunos quieren pasar por visionarios sin aclaración alguna que matice sus sentencias, lo que convierte sus juicios en triviales, irrelevantes y producto de más convencionalismos que seso; un buen exponente, todo ello, de que aprender a racionalizar no es empresa fácil y, cuando se logra, habrá sido a fuerza de equivocarse como es el caso.

"¡La ciudad para quien la habita!", pero también para que esos mismos puedan ganarse la vida a través, directa o indirectamente, de quienes nos visitan y en tanto no seamos punteros en tecnología de vanguardia, por un decir, o exportadores por un tubo a no ser que aceptemos, como en la segunda mitad del XIX, la emigración de los oriundos como único remedio para el hambre. "Contra el capital, sexo anal", leo en alguna pared del centro y mejor haría en mirar hacia otro lado tras asumir con Trapiello que no debe hacerse caso de las conclusiones que quepan en una pancarta o similar. Pero la conclusión otra vez a la vista, ahora junto al Corte Inglés. Ideología testicular de la peor calaña y para terminar de una vez ¿con qué capital? ¿El que permite que viajen y se alojen los que harán posible a otros muchos llegar a final de mes? ¿El que promueve la investigación farmacológica hasta conseguir medicamentos rentables porque curan muchos cánceres o la hepatitis C? A no ser que quienes pudieran estar de acuerdo con el estampillado hayan llegado a un par de conclusiones: que la ciencia sólo puede prosperar merced a la ideología y, de paso, con sus impuestos en exclusiva.

Todo lo expuesto, sin mencionar un pretendido arte que demasiadas veces es tan solo suciedad sobre las murallas o espacios naturales protegidos y de reconocido valor. ¿Libertad aunque los comportamientos de esos presuntos artistas supongan una afrenta a la sensibilidad del colectivo? Porque la tolerancia no implica que todo pueda darse por bueno; la conciliación entre las pulsiones expresivas de algunos y los derechos de muchos otros, en ocasiones puede resultar imposible y desde luego, para estos casos, cabría aducir que las ocurrencias, a más de éticas, deberían asumir una estética que demasiadas veces sólo está en la mente de esos que se pasan por el arco del triunfo cualquier divergencia o normativa al respecto.

Todo puede ser arte, sostenía Duchamp; siempre una instigación al conflicto (Heidegger) y, bajo ese prisma, cualquier soplagaitas pagado de sí mismo tendría respaldo para convertir la catedral en soporte de su inspiración brocha mediante, el sexo anal un ingenioso verso para el cambio de paradigma o, de considerar a quienes viajan hasta aquí como enemigos, propugnar que sólo así, sin excepción ni matiz alguno, podrá cambiarse el mundo. Porque en nada de lo hasta aquí asumido hay atisbo alguno de verdad y por tanto todo está permitido en aras de la mejora. Es precisamente lo que sostenía el jefe de una secta de asesinos -sin que esté en mi ánimo tildar de tales a los de Arran o algún que otro grafitero- en la conocida novela El viejo de la montaña.

Quizá habrá quien, en defensa de esa heterodoxia, se cisque en la objetividad o sensibilidad que otros defienden. Que, como alguien afirmase, no se es libre mientras no se odia. Y de ser el caso para justificar lo expuesto, ¡aviados estamos!

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