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A veinte años vista

El conflicto de los taxistas es, todavía, analógico: quienes protestan son trabajadores, por cuenta propia o ajena, cuyo trabajo depende de una licencia municipal que han debido pagar a precio de oro, y que consiguen salir adelante gracias a un trabajo infatigable y monótono. Y no están dispuestos a que unos recién llegados, que recurren a la tecnología para conseguir clientes, se adueñen de una parte del pastel en condiciones más ventajosas.

El transporte urbano de personas es un servicio público básico que tiene que regularse. La competencia salvaje y sin control conduciría al caos. Por ello, es preciso que la administración establezca reglas, en lo posible consensuadas con los distintos actores. Pero esta evidencia no debe ocultar otra, todavía más inquietante: estamos a un paso de una transformación tecnológica que convertirá los actuales taxis en reliquias.

En menos de veinte años, todos los automóviles serán eléctricos y con seguridad los dedicados al transporte público se habrán automatizado y no necesitarán conductor. El vehículo privado tenderá a desaparecer del espacio urbano, y los trabajos más elementales -como conducir un automóvil- estarán en manos de robots. Los currantes nos emplearemos en otras cosas, o nos quedaremos en casa viviendo de la renta básica universal. Deberíamos ver la realidad actual con esta perspectiva.

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