Venezuela es un hermoso país caribeño de unos 32 millones de habitantes, de los que más de un millón y medio -la cifra es aproximada e incierta porque no hay datos fiables- han emigrado para huir del hambre física y de unas inaceptables condiciones de vida. Aunque el actual régimen nació con pretensiones revolucionarias y con el poco cuestionable afán de redimir a un depauperado estrato socioeconómico inferior que estaba postergado a causa de una organización cuasi feudal, la gestión del país a cargo del chavismo ha sido tan catastrófica que puede hablarse de fracaso sin paliativos. Un dato recién publicado explica claramente la situación: en la actualidad, el salario mínimo es de 5.196.000 bolívares, equivalentes a 1,5 dólares, al mes, y el 70% de los trabajadores venezolanos cobra ese salario.
En estas circunstancias, la política carece de sentido. No se puede hablar de ideología cuando el sistema establecido es incapaz de alimentar a su población. No cabe ni siquiera debatir modelos económicos cuando el que existe se ha hundido materialmente. Ni cabe sugerir que hay que esperar a nuevas elecciones para resolver el problema cuando para entonces el país puede haber desaparecido literalmente. En estas circunstancias extremas, la perduración de la clase política en el poder es un sarcasmo. Su ineptitud ha sido de tal calado que, por vergüenza, debería haberse exiliado hace tiempo tras pedir perdón. Pero no: ahí sigue, silente, viendo la mortandad sembrada. ¿Hay alguien ahí dispuesto a coger el timón? ¿No deberían las instituciones supervivientes hacer algo? ¿No tendría la comunidad internacional que salir a abordar este desastre?
