Diario de Mallorca

Diario de Mallorca

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Eugenio de Andrade, siempre

De nuevo me ha acompañado uno de mis poetas favoritos y, en esta ocasión, a propósito del post que escribí hace un tiempo sobre la angustia que puede suponer la afanosa búsqueda de un sinónimo que se resiste. Zozobra que he recordado, y compartido en cierto modo con él, cuando escribió: "Toda la mañana anduve en busca de una sílaba. / Poca cosa, ya sé: una vocal, / una consonante, casi nada, / pero sólo yo sé / la falta que me hace. / Por eso la busqué tan obstinadamente. / Sólo ella podía protegerme /€ / Una única sílaba. / La salvación".

Cualquier letraherido, cualquier aficionado a escribir, sintonizará sin duda con un poeta que hizo suya la confesión de Pessoa ("escribir poesía es mi manera de estar solo") y, en consecuencia, amaba el silencio como mejor compañía para encontrarse. En esta época de gentrificación, se antoja oportuno recordar aquella incomodidad, pareja a la de muchos de nosotros, frente al barullo que tenía lugar demasiadas veces junto a su casa en Foz do Douro, cerca de Oporto. "Todas las noches -se sinceraba con el entrevistador-, esa sórdida mezcla de cláxones y griterío€". Y Andrade, que seguramente como Gil de Biedma, quiso ser poeta aunque en el fondo quería ser poema, intentó siempre mantenerse alejado de los medios y el mundanal ruido para convertirse, sin perseguirlo, en uno de los mejores portugueses del siglo XX desde que en 1942, con sólo 19 años, publicase su primer poemario: Adolescente.

Nacido en 1923 en Beira Baixa y de una familia campesina, se trasladó a Foz en 1950 y allí vivió el resto de su vida José Fontinhas (Andrade era el seudónimo) para convertirse, con sus casi treinta libros, en icono literario del país junto a otros de los mismos años: el novelista Saramago o la también celebrada poeta Sofía de Mello. El caso es que yo había gozado con algunas de sus obras primerizas (Las manos y los frutos, Corazón del día€), o la última que publicó cuatro años antes de su fin, Los surcos de la sed, cuando, durante un viaje a Oporto, visité la seductora librería que es Lello e Irmao y no pude resistirme a preguntar al dueño si acaso había conocido al poeta fallecido hacía pocos años (2005). Me miró fijamente y, tras unos momentos de silencio, rompió a hablar entrecortadamente al tiempo que sus ojos se humedecían. "¿Eugenio? ¿Cómo sabe de él? Fue uno de mis mejores amigos. Tengo todos sus libros dedicados, y algunos por duplicado porque se olvidaba al poco y me los volvía a regalar. Se los enseñaré€ ¿Usted lo conoció?". "No, pero he leído algo de su poesía" y, seguidamente, le recité de memoria algún que otro fragmento. Terminamos abrazados; también yo conteniendo las lágrimas -quizá contagiado por su emoción- y, desde entonces, he cruzado algún que otro mail con Antero, que así se llama, en los que Andrade sigue obviamente omnipresente.

"Escribo para llevarme a la boca / el sabor de la primera / boca que besé temblando. / Escribo para ascender / a las fuentes. / Y volver a nacer". La infancia, "donde la luz es feliz y se demora", fue siempre nostalgia en Andrade y así lo comentamos, junto a una ideología de izquierdas cuya justificación, también en boca del poeta y que hace décadas memoricé, fue el disparadero para el último y prolongado apretón de manos al despedirme de Antero. La izquierda a la que pertenezco -afirmó, al ser preguntado en una ocasión por su adscripción- rechazará siempre la iniquidad y todas las formas de represión. Redistribuirá con mano justa no sólo los bienes de la tierra, sino también las verdades y los poderes. Sabrá que una de esas verdades es el cuerpo, que uno de esos poderes es el deseo. Y nunca olvidará que el hombre tiene derecho al placer. Sin duda, una apuesta la suya que, si fuera compartida por quienes se declaran asimismo progresistas y detentan hoy parcelas de poder, conseguiría de una vez por todas que otro gallo nos cantase.

Un poeta (o un poema) en mi opinión de una pieza. "Emperador de su alma" -se definió en su día remedando a Melville-; de espaldas a servidumbres que no fuesen las propias de su vocación y, por lo demás, un hacedor de reflexiones incluso por su fallecimiento a consecuencia de una enfermedad neurodegenerativa denominada polineuropatía amiloidótica o "enfermedad de Andrade" (infrecuente y de mayor prevalencia en Mallorca); curiosa coincidencia, aunque obedezca al nombre homónimo de quien la describiera en los años cincuenta. Pero no deja de sorprender, máxime ante la evidencia de que no eligió el seudónimo por la intuición de lo que habría de sobrevenirle mucho tiempo después.

Sea como fuere, Eugenio de Andrade sigue deambulando por mi memoria o la de Antero amén de muchos otros y, como prueba, sus reconocimientos en vida: desde el Premio de Poesía en 1989, al Camôes (el de mayor prestigio en Portugal y equivalente al Cervantes de aquí) en 2001. Lo seguiré leyendo de vez en cuando; simple placer y, de paso, procurando asumir en la práctica lo que él descubrió tiempo atrás: que "no se aprende gran cosa con la edad. Tal vez a ser más sencillo€". Una razón suplementaria para que Andrade siga alumbrando, y es que la sencillez se viene echando aún en falta demasiadas veces. Y convendrán que no sólo en uno mismo.

Compartir el artículo

stats