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Eduardo Jordà

Las siete esquinas

Eduardo Jordá

Cuando sea demasiado tarde

Si todo el mundo empieza a desconfiar de las instituciones, si todo el mundo empieza a considerarlas injustas y anticuadas y vergonzosas, ¿qué va a venir después?

Ni siquiera la gente más lúcida se da cuenta a menudo de las cosas más graves que pasan. En 1930, cuando el Partido Nazi de Adolf Hitler pasó de ser un partido minoritario a ganar seis millones de votos, Stefan Zweig pensó que aquello era una buena noticia. Los nazis, en su opinión, representaban el entusiasmo idealista de la juventud frente a la política acartonada de los viejos partidos políticos que sostenían la República de Weimar (los conservadores y los socialdemócratas: el achacoso y caduco bipartidismo, por así decir). Y Zweig se permitió escribir que aquellos resultados electorales suponían "una temeraria pero en el fondo saludable revuelta de los jóvenes contra la lentitud y las vacilaciones de la alta política".

Ocho años más tarde, cuando esa saludable revuelta de los jóvenes -y no tan jóvenes- se había hecho con el poder en Alemania, Stefan Zweig tuvo que huir a toda prisa de su casa en Salzburgo, en Austria, por miedo a que los simpatizantes nazis lo detuvieran y le dieran una paliza. Al poco tiempo, su casa en la Colina de los Capuchinos era confiscada por la Gestapo y Zweig perdía todos sus libros y enseres y todos los ahorros que guardaba en sus cuentas bancarias. Un siniestro maestro de primaria nazi (hubo muchos, muchísimos maestros y profesores nazis) hizo arder sus libros en una hoguera pública erigida frente a la catedral. "Arrojo al fuego este libro del judío Stefan Zweig, para que las llamas consuman todos los libros escritos por judíos". Eso dijo el maestro de primaria, y la hoguera alimentada con los libros iluminó la noche. Y no, no era la noche de San Juan.

Después de aquello, Zweig tuvo que vivir en el exilio, primero en Londres y luego en Ossining, en Nueva York, donde escribió en dos o tres semanas frenéticas El mundo de ayer, durante el verano de 1941 que fue el último verano de su vida. En su libro, Zweig reconocía que ni él ni nadie que conociera se habían dado cuenta del peligro que representaban Hitler y sus secuaces. Para Zweig y sus amigos, todos ellos liberales y pacifistas, la Constitución alemana y las instituciones de la República de Weimar eran lo suficientemente sólidas como para resistirlo todo (las mentiras de los nazis, la propaganda incendiaria de los comunistas, que decían que votar a los socialdemócratas era "votar al fascismo", o la intoxicación ideológica que difundía el odio a todas horas). Pero no fue así. Las instituciones se vinieron abajo en cuanto Hitler se hizo con el poder y derribó de un soplo el castillo de naipes que formaban la judicatura independiente, las leyes aprobadas en el Parlamento y todas las demás instituciones que simbolizaban la lentitud y las vacilaciones de la alta política, sí, pero que también garantizaba los derechos elementales de los ciudadanos. Todo aquello desapareció en un abrir y cerrar de ojos. Y todo lo que Zweig y sus amigos habían considerado sólido y resistente -las leyes pactadas con el adversario, las sentencias de los jueces dictadas por un respeto escrupuloso a las leyes, la libertad individual, el derecho a pensar como a cada uno le diera la gana-, todo eso se evaporó con un par de decretos y un par de discursos histéricos de Hitler en la radio. Y a los dos meses ya no quedaba nada de nada. O bueno, sí, quedaban las hogueras en las calles, y los matones uniformados que patrullaban las calles e iban dando palizas a todo aquel que les resultara sospechoso o desagradable, y quedaban, sobre todo, los discursos llenos de odio y mentiras sonando a todas horas en la prensa y en la radio y en los cines.

Y lo más curioso de todo es que Zweig y sus amigos se sentían tan seguros en 1930 como nosotros nos sentimos ahora, cuando jamás se nos pasa por la cabeza que las instituciones puedan venirse abajo o que la lentitud y las vacilaciones de la alta política -que son, no lo olvidemos, las que garantizan las libertades, el trato humano, las pensiones, los juicios justos- pueden desaparecer de un plumazo si todo el mundo deja de repente de defenderlas. Las instituciones no se asientan sobre unos cimientos indestructibles. Para que resistan hace falta que haya gente que crea en ellas y que las apoye y las defienda. Pero si todo el mundo empieza a desconfiar de las instituciones, si todo el mundo empieza a considerarlas injustas y anticuadas y vergonzosas, y si todo el mundo empieza a pensar -como hizo Stefan Zweig en 1930- que hace falta una revuelta temeraria pero en el fondo saludable que barra para siempre todo lo decrépito y obsoleto que hay en nuestra "alta política", ¿qué va a venir después? ¿Lo sabemos? ¿Tenemos alguna idea aproximada? ¿Podemos imaginarlo? ¿O nos hará falta ver la luz de las hogueras para que nos demos cuenta de lo que de repente ha llegado y no va a irse en mucho tiempo?

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