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Mercè  Marrero

La suerte de besar

Mercè Marrero Fuster

La chica de la langosta

La mejor tasca de mi mundo está en el Llevant. Es un lugar que no pretende ser nada que no sea cierto. Producto inmejorable, sencillo, asequible e informal. Un café que acoge y del que no te echan. El otro día un grupo ocupaba una mesa larga. Era ese tipo de grupos en los que las mujeres se colocan en el fondo norte y los hombres en el fondo sur, o viceversa. El norte hablaba de las vacaciones de verano y el sur del Mundial. La mesa y sus conversaciones eran el epicentro. Impensable no enterarse del crucero en ciernes o no seguir el repaso a los puntos fuertes de Fernando Hierro. La mayoría de los clientes estaban con una oreja puesta en esa charla y en las risotadas y solo unos pocos nos fijamos en la auténtica campeona de la jornada: una chica sola sentada en la última mesa, comiendo una langosta tamaño extra inmenso y bebiendo una copa de vino blanco. Degustaba cada trozo con parsimonia. Un poco de tenedor, un poco de pinza y un sorbo. Cabeza alta y servilleta en el regazo. Sin teléfono, libro, periódico o portátil. Un auténtico cara a cara con el disfrute.

Hace poco más de un mes, una amiga se enteró de que su marido le era infiel. Fue a poner una lavadora y sacó de un bolsillo del pantalón un recibo de hotel de esa misma tarde. A la pregunta de "cariño (por decir algo), ¿qué has hecho hoy?", él respondió "¿qué voy a hacer, cariño (pura retórica)? Trabajar". Y no hubieron más preguntas. Y tampoco más "cariños". Él admitió la fechoría y ella le sacó de casa. Minutos después llamó a un psiquiatra que, por suerte, también es amigo. "Tienes que poner en marcha tus recursos personales. Haz todo lo que te apetezca. Cine, comer, viajar, bailar? Sal y diviértete", le dijo. Ella estaba en estado de shock. Le encantaba hacer todo eso, sí, pero en compañía. "No concibo los planes placenteros si no son con alguien", me dijo. Tiempo al tiempo. Solo hay que entrenar.

La soledad involuntaria es un fastidio. Más que eso. Es un drama. Algo diferente es dejar de hacer cosas porque nos da apuro hacerlas solas. Eso no es un drama. Es solo una renuncia de la que, seguramente, nos acabaremos arrepintiendo cuando seamos bien conscientes de que, si no hay novedades, nuestro tiempo es finito. Hay personas que no abrirían jamás una botella de un buen vino para disfrutarlo a solas, o que prefieren cenar de pie antes que hacerlo en una mesa mínimamente bien preparada para un solo comensal. A pesar de tener ganas, son capaces de perderse una buena película en el cine, el conciertazo del año, una ida a una playa o un café con leche en una terraza por el no sé qué de hacerlo a pelo. Es como comprarse un vestido estupendo o un conjunto de ropa interior espectacular, esperar en vano a la ocasión perfecta para estrenarlos y acabar regalándolos porque ya nos quedan pequeños o han sacado bolitas. Hay pequeños placeres, fáciles y al alcance que no hay que desechar. Hacerlo es renunciar a parte de la sal de la vida. Mi amiga separada ha hecho los deberes. Se ha convertido en su mejor aliada y se ha autoimpuesto un menú semanal a solas. Yo llevo días ahorrando con un solo objetivo: ser la próxima chica de la langosta.

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