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José Carlos Llop

Una visión de Philip Roth

Una vez acabada su relación con la literatura como se acaba la relación con el sexo -por extinción- encuentro magnífica la figura de Philip Roth en sus últimos años de vida: sin escribir, sin perder el sentido del humor, asistiendo a conciertos de música clásica y leyendo libros de historia. Pero la mención al sexo no es gratuita: Philip Roth era distintas cosas -están todas en sus libros- pero sobre ellas, era sexo. O mejor: sexo masculino. Sin temor a equivocarnos -más que en lo políticamente correcto- podemos afirmar que Philip Roth era un falo. Y que escribió sobre las aventuras y desventuras de un hombre en su relación con el alma de su aparato genital mejor que nadie: de Casanova a Henry Miller. Lo hizo en primera línea, no vicariamente, por mucho que se disfrazara de uno ú otro personaje. Lo hizo exponiéndose al sacrificio mientras la escritura avanzaba, no tomando a los demás como ejemplo o interpretación. Y lo hizo con un estilo torrencial al comienzo y tan transparente como impecable después: pasó, digamos, de la sinfonía expresionista a la música de cámara. Pero la cuestión no es si nos gusta más o menos tal o cual libro o etapa de Philip Roth. La cuestión es que Roth ha sido un escritor en el sentido sacrificial, que es el sentido originario del arte. Como lo fue Flaubert, pero exponiendo en el altar del sacrificio no sólo su pensamiento y su capricho vital -es decir, el estilo- sino su anatomía como símbolo de su vida entera; sin apenas camuflajes. Acompasando su literatura al ritmo de su propia vida, ahí tendida, mezclando la ropa sucia y la ropa limpia.

Roth era un hombre del siglo XX y como tal escribió, dejó de escribir y ahora ha muerto. En un tiempo que ya no era el suyo y leyendo libros sobre otros tiempos que no vivió, que es a lo que dedicó sus horas en casa desde que abandonó la literatura o la literatura le abandonó a él. Sin sexo no hay escritura y sin escritura tampoco hay sexo, vino a decirnos, y el sexo (el género dicen ahora) nos define. Y ahí -como en todo lo demás: la sociedad norteamericana culta, el mundo judío neoyorquino o la universidad americana- nadie podrá decir que no se arriesgó. Lo hizo como lo hizo con las amantes cómplices, pero también implacables; con sus matrimonios; con el reverdecimiento sexual del sexagenario; con la enfermedad cardíaca y con la temible amenaza (y realidad) del cáncer de próstata. La próstata como la decadencia de la vida y una nueva forma de afirmación en ella. Jamás, en su escritura, dejó de lado el sexo al que pertenecía y que le pertenecía y su retirada final ha llegado en el momento del gran revisionismo. Tiempo al tiempo.

La novela norteamericana del siglo XX apabulla: es una gran flota naval donde hay multitud de portaaviones, acorazados, destructores, submarinos y fragatas y todas sus naves poseen armamento nuclear. Conocemos los nombres de los buques: Scott Fitzgerald, Hemingway, Bellow, Malamud, Capote, Roth, Wolfe, Mailer, Irving, Updike, Pynchon, De Lillo... Philip Roth era un destructor y dado los carburantes que empleaba en su navegación, la Academia Sueca lo castigó en repetidas ocasiones. Empleo el verbo -castigar- a conciencia. Para ellos, dio la impresión, Roth nunca fue políticamente correcto; Roth nunca fue sexualmente correcto; Roth nunca fue nobelablemente correcto. Que en sus novelas defendiera la verdad sin nombrarla no bastó. Que desvelara la hipocresía y la capacidad de daño de quienes dicen defenderla, menos aún. Pudo más -en los académicos- su forma de encarar y defender a través de su literatura la vida privada de un hombre. Y premiar a Bob Dylan (lo digo con toda mi veneración hacia Dylan) fue su última bofetada a uno de los más grandes escritores del siglo XX. La venganza de Roth -tras algunos años de esperar en octubre la anunciada llamada telefónica que no fue- no se ha hecho esperar y la Academia Sueca ha saltado por los aires debido a una serie de casos de acoso y chantaje sexuales. Y por si no les ha quedado suficientemente claro, Roth ha muerto en el único año que no habrá premio Nobel de Literatura desde su fundación. Ya no tendrán tiempo de rectificar.

He dicho vida privada, ese lugar donde uno es libre. La misma vida que Roth agradecía todas las mañanas al despertar, ya anciano y ágrafo, y que proyectó en sus personajes convirtiéndose en todos ellos: de los torrenciales Portnoy y Zuckerman, a los contenidos -vuelvo a hablar de estilo- Coleman Silk de La mancha humana o el actor Simon Axler de La humillación. Desde ellos, Philip Roth cautivó a sus lectores con su exceso de vitalismo y lucidez. Y ambos -vitalismo y lucidez- le hicieron mantenerse erguido -la austera elegancia de Roth- hasta el final de sus días.

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