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La práctica totalidad de quienes han comentado la moción de censura presentada por Pedro Sánchez contra Mariano Rajoy han sacado la conclusión de que lo único que la mueve es el deseo ya casi enfermizo del líder de los socialistas de convertirse en presidente del Gobierno a toda costa. Pero, a mi entender, todos los que piensan así se equivocan. Sánchez no quiere ser presidente ni creo que lo haya querido ser jamás. Lo que quiere es ser ex-presidente.

Semejante deseo tropieza con una exigencia incómoda y enojosa que todo candidato a ex-presidente debe satisfacer. La de haber jurado su cargo y ocupado el despacho de la Moncloa durante un tiempo en el que los sinsabores van sin duda a acumularse. De ahí que sea deseable apurar ese cáliz lo más rápido posible para poder cumplir con el trámite sin alargarlo demasiado. Ambos objetivos, el de obtener las prebendas que el sistema político español concede a título vitalicio a quienes han sido presidentes del Gobierno y el de aliviar en lo posible el tránsito reglamentario hasta conseguir el primer deseo quedan reflejados a la perfección en lo poco que se ha dicho desde la portavocía del mocionista acerca de la estrategia que piensa seguir.

En esencia, lo conocido se reduce a la declaración de Sánchez de que aceptará votos en su favor vengan de donde vengan y que, para lograrlos, se encomienda a la divina providencia porque no va a pactar con partido alguno. No lo hará con el Popular, como es lógico, pero tampoco con Ciudadanos, formación que ya ha dicho que votará en contra de la moción de censura salvo que el candidato a sustituir a Rajoy sea otro distinto a Sánchez y convoque elecciones en el mismo momento de acceder al cargo. No pactará con Unidos Podemos, ni tiene por qué hacerlo dado que sus dos cabezas ya han dicho que apoyarán la moción de censura sin poner ninguna condición previa. Y tampoco lo hará con la retahíla de partidos más o menos nacionalistas que se han apresurado a exigir un precio bien alto por su voto. Pero les hace llegar que no hará ascos si se lo dan.

En semejantes condiciones, cuesta trabajo imaginar qué cuentas habrá echado Sánchez, si es que ha barajado alguna. Queda claro desde luego que es imposible pensar siquiera en gobernar con 85 diputados de 350 y sin firmar pacto alguno con nadie. Pero si lo que se quiere es ser presidente por un día, con las prebendas que conlleva semejante situación, entonces lo ideal es convencer a algún que otro indignado de que ha llegado la oportunidad de echar a Rajoy sin que se corra riesgo alguno con su sustituto, alguien que no piensa ni por asomo en hacer otra cosa que no sea retirarse. Igual que el personaje de Goscinny, el gran visir Iznogud, la estrategia política de Sánchez consiste en lograr ser califa en lugar del califa. Ex-califa, en este caso.

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