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Antonio Papell

La distorsión judicial

La realidad está siempre cargada de matices, y el procés catalán no es una excepción. En una primera aproximación, puede afirmarse que el nacionalismo catalán, incómodo con los obstáculos interpuestos por las instituciones estatales a sus reivindicaciones, decidió echarse al monte, reclamar un inexistente derecho de autodeterminación, infringir la legalidad y celebrar dos referéndums ilegales —el 9 de noviembre de 2014 y el 1 de octubre de 2017— hasta la proclamación de la República. Lógicamente, los tribunales intervinieron para restablecer la legalidad vulnerada y el Poder Ejecutivo decidió aplicar el procedimiento extraordinario de intervención en la comunidad autónoma previsto en le artículo 155 C.E. Hoy, el caso principal está en el Tribunal Supremo, que ha abierto un proceso, ha encarcelado a los cabecillas de la intentona golpista y ha emitido órdenes de extradición para sentar en el banquillo a los dirigentes huidos, con Puigdemont a la cabeza.

Este relato es cabal y difícilmente se podrían formular objeciones al mismo. Sin embargo, siempre podrá decirse que hubo que haber apagado los primeros indicios del incendio cuando el humo empezó a hacerse evidente. De este modo, no habría sido necesario llamar a los bomberos ni se habría producido la gran devastación en las relaciones que ahora es un hecho ya irreversible.

En desencuentros políticos de esta envergadura, nunca la culpa es de uno solo de los lados. La voracidad del nacionalismo es proverbial, pero la frialdad del Estado ante unas solicitudes catalanas que, como mínimo, debían haber sido examinadas con respeto, también ha sido reprobable. De hecho, la confrontación comenzó de verdad el 20 de septiembre de 2012, cuando Artur Mas fue a La Moncloa a entrevistarse con Rajoy; Mas había declarado que iba a ver al presidente del Gobierno con la intención de convencerle de que el pacto fiscal "no es un problema, sino la posible solución" al encaje de Cataluña en España, y a pedirle que escuchase "atentamente y sin prejuicios" la propuesta catalana. La respuesta fue un no cerrado y definitivo. Tan abrupta resultó la entrevista que Mas no quiso dar su rueda de prensa en el complejo presidencial y lo hizo en la delegación de la Generalitat en Madrid.

Lo cierto es que la incomunicación ya fue permanente desde entonces, con lo que no hubo más política hasta el día de hoy. Los nacionalistas optaron por dejar de intentar avanzar por vía del acuerdo e lanzarse hacia camino abrupto de la ruptura. Y los tribunales no han tenido más remedio que intervenir para ejercer su papel subsidiario. Y sabiendo que este camino abre abismos a menudo insondables. De hecho, una vez franqueada la puerta de la legalidad, ya es el Tribunal Supremo el que administra el conflicto. Lo que no significa que vaya a encauzarlo hacia una solución aceptable sino que no tendrá más remedio que aplicar la cirugía necesaria con arreglo a las leyes, que tampoco previeron lo que está sucediendo.

La judicialización del problema, que ya no tiene remedio, es una distorsión porque el régimen democrático es, en sí mismo y antes que cualquier otra cosa, un sistema civilizado y avanzado de resolución de conflictos. Cuando no logra resolverlos y han de intervenir los tribunales, la democracia ha fracasado. Lo que significa que el problema catalán ya no tiene solución a corto/medio plazo. Es triste pero hay que reconocerlo.

Y ello es así porque la Justicia penal no es reversible. Una causa abierta no puede detenerse, de modo que el 'procés' avanza hacia unos hitos judiciales que, lejos de aliviar la tensión, la incrementarán previsiblemente. Pero que nadie crea que un conjunto de sentencias firmes, seguramente antes de final de año, aclarará el panorama o ayudará a encauzar el contencioso. Más bien lo contrario.

¿Qué hacer entonces? Corresponde a los partidos políticos, a la clase política y a las instituciones buscar una respuesta. Aquí sólo cabe enunciar la fórmula genérica: regresando a la política, buscando caminos que sean practicables y que no supongan ni la violación de la legalidad ni la humillación destructiva de los que han intentado violentarla.

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