Diario de Mallorca

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Hay un cuento de Arthur Machen donde su protagonista visita una casa maravillosa -por lo que le sucede dentro de ella- y al salir se fija en el número de su puerta y vuelve a mirar el nombre de la calle, para no olvidar jamás ni uno, ni otra. Al cabo de un tiempo, regresa. Mientras va avanzando, mira los números uno a uno, pero al llegar al que lleva anotado en su memoria, no lo encuentra. Ni el número, ni la puerta. Ninguno de los dos existe; él sabe que existían, pero al no hallarlos se pierde en un laberinto de dudas que es el reflejo especular del laberinto de una ciudad. El cuento, que gustaba mucho a Borges, acaba con la triste desesperación de su protagonista.

La literatura fantástica tiene un paralelismo con la vida real, que suele carecer de la fantasía de aquella. Aunque alguna que otra vez nos ocurran episodios fantásticos, no queremos que la fantasía invada lo cotidiano: no somos Disney, ni Lovecraft. Pero la vida se empeña a veces en pasarnos por la cara lo que no queremos. Y las casas donde fuimos felices se derrumban y los pisos donde nos ocurrieron cosas cruciales pasan a otras manos y los paisajes se urbanizan y pueblan y los recuerdos no se venden pero su lugar sí.

Ha ocurrido estos días con la voluntad municipal de cambiar los nombres de Vía Alemania, Vía Portugal y Vía Roma y sustituirlos por otros más coyunturalmente rutilantes. Y del mismo modo que protesté por haber añadido a la Rambla la tontería rimbombante y pelota "dels ducs de Palma" -caída gracias a los manejos del consorte-, vuelvo a hacerlo ante la estupidez de eliminar los nombres de Alemania, Portugal y Roma de nuestro callejero por "su pasado fascista". Como si los fascistas fueran las ciudades o las naciones y no las personas y los pueblos. Como si el fascismo de los 30/40 continuara gobernando en Alemania, en Portugal y en Roma.

Hace un año, una concejal de Podemos en Madrid -podría haber sido de cualquier partido, ignorantes los hay por todo- decidió eliminar el nombre de Max Aub de un teatro municipal. Uno de los pretextos fue que Aub era alemán: o sea con tufillo a nazi. El español Max Aub, nacido en Francia, era efectivamente hijo de alemanes (y su madre, judía) y también era republicano y tuvo que exiliarse en México tras la Guerra Civil. Bueno, pues fue descabalgado por la ignorancia en nombre de la Memoria Histórica. Costó convencer a la concejal de lo descomunal del error y tuvo que imponerse Carmena y devolver a Max Aub lo que éste no había pedido. Lo de aquí, si los nombres de Alemania, Portugal y Roma se suprimen de donde están, no será un error descomunal. Será estúpido y no sigo por no faltar, pero espero que a quien se le ha ocurrido exterminar esos nombres del callejero de Palma -de donde, por cierto, no es nativo- llegue a vislumbrar -o se lo hagan ver, como en Madrid- que se equivoca. Las ciudades hay que amarlas y entenderlas y luego empezamos a hablar. Reforma calvinista -por llamarle algo- y mediterraneidad son incompatibles. Esto por un lado. Por otro, me pregunto que opinarán los independentistas catalanes al ver borrado el nombre de Alemania justo después de lo de Schleswig-Holstein y la ministra germana de Justicia y el lazo amarillo unido a la bandera de Deutschland. Pero esta es otra cuestión y ustedes disculpen.

Volvamos al asunto. A partir de ahora Vía Alemania, Vía Portugal y Vía Roma -si el PSIB/PSOE o el alcalde con su vara no lo impiden- ya no se llamarán como se llaman. Será por un mero capricho pues Alemania, Portugal o Roma no son personas a las que se pueda acusar. Otra cosa sería si se llamaran Via III Reich, Via PIDE o Via Duce. Pero mi duda es: ¿este capricho nace del sectarismo o de la ignorancia? Porque la excusa del antifascismo, en este caso, no se la va a tragar nadie ya que, en este caso, nadie que no sea un sectario la entiende. Porque hay cosas que la Historia diluye y borra y aunque en el pasado Alemania, Roma y Portugal saltaran al callejero palmesano por ser aliados de Franco, la misma vida urbana ha hecho desvanecerse y perder ese origen para convertirlo en un rasgo más de la ciudad, al margen de política y guerra. Uno puede entender -incluso aplaudir- otras sustituciones -por ejemplo, una calle conde Rossi, si hubiera existido-, pero ésta de ahora es absurda. Y este adjetivo, bondadoso.

Vuelvo a Machen y hasta aquí el mero razonamiento objetivo: la geografía no es culpable -no lo es siquiera de cómo los hombres la llamamos- y convendría dejarla en paz. A partir de aquí lo sentimental, para que no parezca que hago trampa. Si el ayuntamiento decide hacer limpieza étnica con este fragmento del nomenclátor palmesano, yo me quedo como el protagonista del cuento de Arthur Machen: la calle donde nací deja de ser la calle donde nací y lo siento, pero doy importancia a las palabras. Si cambiamos su sentido o las sustituimos por otras, las cosas a las que nos referíamos también cambian su esencia y pasan a ser otra cosa distinta. Esto es así desde que un primate emitió el primer sonido para nombrar piedra, hueso o peligro y será así hasta que seamos todos mudos. A partir de ahora no habré nacido en ninguna calle. O como en el cuento de Machen: la calle -o vía- en la que estaba la casa donde nací habrá dejado de existir. Qué le vamos a hacer: creo en los nombres, creo en las palabras y en la Biblia se dice que en el principio fue el verbo y más adelante, que el verbo se hizo carne y esto nos salva. Palma es una ciudad y como tal a todos acoge; incluso a quienes destruyen alguna de sus partes bajo el falso pretexto de ennoblecerla. Ya me dirán qué pasaría en cualquier pueblo de la isla si fuera un ciutadà para cambiar el nombre de sus cosas. El ciutadà haría el idiota y el nom del porc sería lo mínimo que le dirían. Con razón.

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