Diario de Mallorca

Diario de Mallorca

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Las siete esquinas

Las leyes y los votos

Es posible que nadie se acuerde ya de Jesús Gil. En 1969, este hombre hecho a sí mismo -como le gustaba definirse- construyó un restaurante sin proyecto de arquitecto ni plan de obra. Un día, cuando se estaba celebrando una convención de los supermercados Spar, el techo del restaurante se derrumbó. Murieron 58 personas y otras 147 resultaron heridas. Un tribunal acusó a Gil de "imprudencia temeraria" y lo condenó a cinco años de cárcel. Después de pasar dos años y pico en prisión -donde Gil llegó a montar un negocio lucrativo de tráfico de mercancías-, el general Franco lo indultó y Jesús Gil pudo volver a su casa. En 1987, cuando poca gente se acordaba de su condena, Gil se presentó a las elecciones al Atlético de Madrid. Alardeando del fichaje de un portugués zurdo que se llamaba Paulo Futre, Gil ganó sin problemas. A un empleado del club le dijo que podía tirar todas las papeletas de voto porque a partir de aquel momento ya no volvería a haber elecciones. Cumplió su palabra.

En 1991, Jesús Gil fundó un partido político y se presentó a las elecciones de la alcaldía de Marbella, donde tenía grandes intereses inmobiliarios. Ganó por mayoría absoluta. Al mismo tiempo, Gil empezó a salir en programas de televisión, donde cultivaba su imagen de hombre campechano que soltaba las verdades elementales que todo el mundo se callaba (un precedente clarísimo de Donald Trump): consultaba con su caballo Imperioso qué debía hacer con el entrenador del Atleti, recibía a un grupo de chicas en bikini metido en su jacuzzi, soltaba discursos sobre lo buen empresario que era. A veces, los jugadores del Atlético lucían este mensaje en las camisetas: "No a la corrupción". Su política en Marbella fue muy sencilla: colocó a todo el que pudo en un empleo con cargo al presupuesto y fue vaciando las arcas del ayuntamiento. En 1997, cuando disfrutaba de su segunda mayoría absoluta como alcalde, Gil fue detenido bajo la acusación de haberse apropiado de 270.000 euros de la época. Estuvo unos meses en la cárcel, recurrió, salió y volvió a ganar otra mayoría absoluta en 1999. En 2002, tras un rosario de juicios y recursos, Gil fue inhabilitado por el Tribunal Supremo. Murió dos años después, en 2004, de un infarto cerebral. Su caballo Imperioso -el semental blanco al que le consultaba qué había que hacer con el entrenador- le sobrevivió dos años más, tras haber resistido una operación a vida o muerte por un cólico intestinal.

Quizá no ha habido persona más querida y admirada que Jesús Gil en sus años gloriosos en Marbella. Todo el mundo sabía que robaba, saqueaba, sobornaba y amenazaba, pero seguía regalando un empleo a todo el mundo que estuviera en el paro -de guardia municipal, de vigilante, de barrendero, de asesor, de asesor de asesores, de lo que fuese- y seguía disfrutando de su fama de hombre campechano que siempre decía lo que pensaba. En 2006, el gobierno socialista de Zapatero disolvió el ayuntamiento de Marbella, todavía en manos de los sucesores de Gil, en aplicación de una especie de artículo 155 que dejaba sin efecto la voluntad popular. 21 personas -dos exalcaldes, concejales, secretarios de ayuntamiento, asesores, empresarios- fueron a la cárcel y el ayuntamiento de Marbella se declaró en estado de insolvencia. Las deudas que dejó Gil tardarán cuarenta años en saldarse, así que todavía estamos pagando las consecuencias de sus cuatro mayorías absolutas consecutivas.

Ignoro si Roger Torrent, el president del Parlament de Cataluña, conoce la historia de Jesús Gil, pero sería bueno que la conociera. El otro día, tras la detención de Carles Puigdemont en Alemania, Torrent dijo en una solemne declaración institucional: "I cap jutge, ni cap govern, ni cap funcionari té la legitimitat per cessar, i encara menys perseguir, el president de tots els catalans". Son palabras que habrían entusiasmado a Jesús Gil si estuviera aún en este mundo. Qué maravilla, un país donde ningún juez pudiera tener la posibilidad de hacer lo que le hicieron a él, al dicharachero Jesús Gil, cuando lo detuvieron siendo alcalde de todos los marbellíes y lo metieron en la trena por haber saqueado, sobornado, falsificado y robado todo lo que pudo. Qué felicidad para un político, eso de no tener que someterse a las leyes que rigen para los demás, como hicieron Franco, Hitler, Stalin, Mao, Pol Pot y compañía. Qué felicidad, sí, ese gobierno blindado contra las decisiones judiciales y las leyes en vigor. Y qué pavorosa pesadilla política es la que anida en el cerebro del pulcro, atildado, impecable Roger Torrent, president del Parlament de Catalunya, un perfecto totalitario que ni siquiera -y eso es lo peor- sospecha que lo es.

Compartir el artículo

stats